domingo, 28 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 1



CAPITULO 1 UN ROTO PARA UN DESCOSIDO

En blanco. La pantalla devolvía una nada perturbadora para Mario. Entrecerró los ojos, se acercó al monitor y empezó a escribir lo más rápido que pudo sin importarle errores, acentos u olvidos. Quería hechos. Las frases le parecieron sosas y las borró por instinto. Encaró de vuelta, pero tampoco. Luego, gruñó y sacó las manos del teclado.
De golpe, se levantó y fue hasta la cocina. La primera tregua nocturna en aquel PH de Boedo. Puso la pava. Miró por la ventana de la cocina y se preguntó por qué. Tenía ideas, ganas, empuje ¿Qué pasaba?, todo se licuaba en un embudo imaginario. Quería esquivarle a los refritos del trabajo y darse un tiempo para él. Un cuento, novela, proyecto. El nombre no importaba, pero sí su ausencia. 
Qué podrido estaba, ese era el asunto de fondo. El trabajo como periodista freelance —además de inestable— venía cada vez más acartonado, pensaba. Entregar notas reescritas para sobrevivir no le parecía “a esta altura del partido”, como decía en raptos de catarsis a su novia Ludmila, “una forma de hacer honor a sus dos carreras”. Leía blogs de colegas, chusmeaba cómo venía la mano en otros lados. Entendía que era uno más en la queja existencial.
Del otro lado de la ciudad, Homero daba pinceladas sin descanso. La luz entraba tenue en ese atelier de Villa del Parque. El lienzo ya estaba arruinado; no había idea original. El boceto, pegado con cinta a un costado, era más bien un primo-hermano distante de lo que el artista buscaba expresar en esos centímetros de tela. Miró con ojos achinados y una mueca torcida. Evaluó y prefirió achicarse de hombros. Fue sincero y maldijo sin reparos.
De repente se detuvo. Retrocedió unos pasos y contempló su experimento. A Homero nada lo convencía. Tenía que hacer una entrega para el siguiente fin de semana. La saraza espontánea no era arte para él y la mano ya empezaba a doler.
Se acurrucó en el sillón, repleto de lienzos y olor a aguarrás. Sabía que lo mejor era buscar hielo o tomar un calmante. Pero ya estaba enojado; y encima la mano empezaba a reclamarle. Desde aquel accidente de autos su trazo no volvió a ser el mismo ¿cómo lograr aquellas curvas con los tendones desgarrados, cosidos y rehabilitados a medias? Habían pasado meses aunque para él se trataba de años; otra vida quizá.
En medio de una pausa silenciosa, introspectiva, el sonido del teléfono puso a Mario otra vez en su realidad. Salió de la cocina disparado y atendió —por la sorpresa— con voz de recepcionista:
—Hola, ¿quién es?
Del otro lado se escuchó una voz suave, baja pero firme, que sin titubeos le explicó:
—Mario Benavidez, ha sido seleccionado para un empleo de suma responsabilidad. Felicidades, da con el perfil de redactor creativo que buscamos.
El periodista no entendió a qué “puesto de trabajo” se refería, menos a esa hora, pero escuchar “fue seleccionado”, al menos lo esperanzaba. 
— ¡Qué buena noticia! El tema es que no me presenté a ninguna búsqueda de redactor creativo ni nada parecido —sintió que se había vendido solo ¿Qué importaba el error? Así que arremetió de vuelta—, de todos modos dígame… ¿De qué se trata así puedo ir preparando algunos trabajos?
La voz, como anticipando que Mario iba a hacer notar la confusión, aclaró:
—Por eso no se haga problema. Ya lo tenemos todo pensado. Tome nota que vamos a arreglar un encuentro para contarle en persona de que se trata el ofrecimiento.
Mario le hizo caso, revolvió los papeles de su escritorio. Del sorteo, apareció un volante de teatro. Garabateó y cerró con un “hasta luego” cordial, ya no de recepcionista.
En Villa del Parque la motivación se veía en cuentagotas; en momentos puntuales, casi todos fogoneados por sus amigos, dueños del atelier, y unos pocos colegas. Sin embargo, cada vez le hacían más vacío. Homero se quejaba, porque nadie del “mundillo-pesadilla quería un pintor manco. Así, se esperanzaba cada vez menos y de a poco —aunque él no lo admitía— pensaba en retirarse. Si bien no se animaba a colgar los pinceles, porque según él sus “mejores cuadros estaban todavía por venir”: Apostaba a convertirse en docente, curador; lo que fuera.
Homero, luego de bufar un rato, asumió que estaba cansado. El ruido del teléfono lo incomodó un poco más; tanto como para atender con un “Hola” seco y cortante.
Del otro lado de la línea replicaron:
— ¿Con Homero Filiberti?
—Sí, diga…
—Felicitaciones, ha sido el ganador de una convocatoria de artistas. Sepa que hemos tenido en cuenta pintores, escultores y muralistas de todo el país. Es un gusto ponernos en contacto con usted.
Homero pensó que era en joda. Nadie en su sano juicio llama a la medianoche por cuestiones de trabajo. Antes de arremeter, la voz del teléfono se le adelantó:
—Sé que resulta extraño, sabemos lo arduo que es hacerse camino donde las falsas promesas abundan. Es por eso que para poder explicar mejor lo que le vamos a ofrecer deseamos realizar un encuentro personal. Anote la siguiente dirección.
A los manotazos, arrancó el boceto pegado junto al cuadro. Anotó la dirección y saludó con un “chau, chau” ahogado. Era en Palermo, tierra desconocida para él. “Ya fue”, remató en voz alta.
Luego de colgar, Homero se paró frente al cuadro: el lienzo asomaba como una creación inesperada, sorpresiva y sincera. El pintor ordenó el atelier, se rehízo el vendaje y se fue silbando un tango: el camino a casa tenía ese no sé qué de volver, volver a expresarse, pensaba.
Por su parte, Mario volvió a mirar el volante teatral. El espectáculo “había sido un embole”, pero su reseña podía valer la pena, se propuso. De pronto surgieron algunas frases sueltas, pegoteadas, peleadoras que más tarde se volvieron una crónica desprejuiciada y audaz.
La voz extraña en el teléfono había levantado el ánimo de Mario y Homero. Paz, ansiedad, qué, cuándo, por qué, vueltas eternas en la cama. La antesala de un sueño tranquilizador se hizo rogar esa noche.


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