En blanco. La pantalla devolvía una nada perturbadora para
Mario. Entrecerró los ojos, se acercó al monitor y empezó a escribir lo más
rápido que pudo sin importarle errores, acentos u olvidos. Quería hechos. Las
frases le parecieron sosas y las borró por instinto. Encaró de vuelta, pero
tampoco. Luego, gruñó y sacó las manos del teclado.
De golpe, se levantó y fue hasta la cocina. La primera tregua
nocturna en aquel PH de Boedo. Puso la pava. Miró por la ventana de la cocina y
se preguntó por qué. Tenía ideas, ganas, empuje ¿Qué pasaba?, todo se licuaba
en un embudo imaginario. Quería esquivarle a los refritos del trabajo y darse
un tiempo para él. Un cuento, novela, proyecto. El nombre no importaba, pero sí
su ausencia.
Qué podrido estaba, ese era el asunto de fondo. El trabajo
como periodista freelance —además de
inestable— venía cada vez más acartonado, pensaba. Entregar notas reescritas
para sobrevivir no le parecía “a esta altura del partido”, como decía en raptos
de catarsis a su novia Ludmila, “una forma de hacer honor a sus dos carreras”.
Leía blogs de colegas, chusmeaba cómo venía la mano en otros lados. Entendía
que era uno más en la queja existencial.
Del otro lado de la ciudad, Homero daba pinceladas sin
descanso. La luz entraba tenue en ese atelier de Villa del Parque. El lienzo ya
estaba arruinado; no había idea original. El boceto, pegado con cinta a un costado,
era más bien un primo-hermano distante de lo que el artista buscaba expresar en
esos centímetros de tela. Miró con ojos achinados y una mueca torcida. Evaluó y
prefirió achicarse de hombros. Fue sincero y maldijo sin reparos.
De repente se detuvo. Retrocedió unos pasos y contempló su
experimento. A Homero nada lo convencía. Tenía que hacer una entrega para el
siguiente fin de semana. La saraza espontánea no era arte para él y la mano ya
empezaba a doler.
Se acurrucó en el sillón, repleto de lienzos y olor a
aguarrás. Sabía que lo mejor era buscar hielo o tomar un calmante. Pero ya
estaba enojado; y encima la mano empezaba a reclamarle. Desde aquel accidente
de autos su trazo no volvió a ser el mismo ¿cómo lograr aquellas curvas con los
tendones desgarrados, cosidos y rehabilitados a medias? Habían pasado meses
aunque para él se trataba de años; otra vida quizá.
En medio de una pausa silenciosa, introspectiva, el sonido
del teléfono puso a Mario otra vez en su realidad. Salió de la cocina disparado
y atendió —por la sorpresa— con voz de recepcionista:
—Hola, ¿quién es?
Del otro lado se escuchó una voz suave, baja pero firme, que
sin titubeos le explicó:
—Mario Benavidez, ha sido seleccionado para un empleo de suma
responsabilidad. Felicidades, da con el perfil de redactor creativo que
buscamos.
El periodista no entendió a qué “puesto de trabajo” se
refería, menos a esa hora, pero escuchar “fue seleccionado”, al menos lo
esperanzaba.
— ¡Qué buena noticia! El tema es que no me presenté a ninguna
búsqueda de redactor creativo ni nada parecido —sintió que se había vendido
solo ¿Qué importaba el error? Así que arremetió de vuelta—, de todos modos
dígame… ¿De qué se trata así puedo ir preparando algunos trabajos?
La voz, como anticipando que Mario iba a hacer notar la
confusión, aclaró:
—Por eso no se haga problema. Ya lo tenemos todo pensado.
Tome nota que vamos a arreglar un encuentro para contarle en persona de que se
trata el ofrecimiento.
Mario le hizo caso, revolvió los papeles de su escritorio.
Del sorteo, apareció un volante de teatro. Garabateó y cerró con un “hasta
luego” cordial, ya no de recepcionista.
En Villa del Parque la motivación se veía en cuentagotas; en
momentos puntuales, casi todos fogoneados por sus amigos, dueños del atelier, y
unos pocos colegas. Sin embargo, cada vez le hacían más vacío. Homero se
quejaba, porque nadie del “mundillo-pesadilla” quería un pintor manco. Así, se esperanzaba cada vez menos y de a
poco —aunque él no lo admitía— pensaba en retirarse. Si bien no se animaba a
colgar los pinceles, porque según él sus “mejores cuadros estaban todavía por
venir”: Apostaba a convertirse en docente, curador; lo que fuera.
Homero, luego de bufar un rato, asumió que estaba cansado. El
ruido del teléfono lo incomodó un poco más; tanto como para atender con un
“Hola” seco y cortante.
Del otro
lado de la línea replicaron:
— ¿Con Homero Filiberti?
—Sí, diga…
—Felicitaciones, ha sido el ganador de una convocatoria de
artistas. Sepa que hemos tenido en cuenta pintores, escultores y muralistas de
todo el país. Es un gusto ponernos en contacto con usted.
Homero pensó que era en joda. Nadie en su sano juicio llama a
la medianoche por cuestiones de trabajo. Antes de arremeter, la voz del
teléfono se le adelantó:
—Sé que resulta extraño, sabemos lo arduo que es hacerse
camino donde las falsas promesas abundan. Es por eso que para poder explicar
mejor lo que le vamos a ofrecer deseamos realizar un encuentro personal. Anote
la siguiente dirección.
A los manotazos, arrancó el boceto pegado junto al cuadro.
Anotó la dirección y saludó con un “chau, chau” ahogado. Era en Palermo, tierra
desconocida para él. “Ya fue”, remató en voz alta.
Luego de colgar, Homero se paró frente al cuadro: el lienzo
asomaba como una creación inesperada, sorpresiva y sincera. El pintor ordenó el
atelier, se rehízo el vendaje y se fue silbando un tango: el camino a casa
tenía ese no sé qué de volver, volver a expresarse, pensaba.
Por su parte, Mario volvió a mirar el volante teatral. El
espectáculo “había sido un embole”, pero su reseña podía valer la pena, se
propuso. De pronto surgieron algunas frases sueltas, pegoteadas, peleadoras que
más tarde se volvieron una crónica desprejuiciada y audaz.
La voz extraña en el teléfono había levantado el ánimo de
Mario y Homero. Paz, ansiedad, qué, cuándo, por qué, vueltas eternas en la
cama. La antesala de un sueño tranquilizador se hizo rogar esa noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario