sábado, 27 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 2


CAPITULO 2 UN JEFE MUY ESPECIAL

Llegó el día, luego de dudas y ansiedad. El punto de encuentro era un café ubicado en el corazón de Palermo, Soho para algunos, Cool para otros; Viejo para los memoriosos. Plantado justo en la esquina de una avenida y una calle adoquinada, el frente exhibía unas letras cursivas con el nombre del lugar: El desvelo.
El punto de encuentro indicado por la voz extraña era de los pocos cafés tradicionales que sobrevivían por la zona. Adentro, una quincena de mesas desperdigadas se iluminaban con el sol de mediodía que entraba por los ventanales fileteados. Apostado junto a la barra, un canoso discutía a viva voz: se quejaba por “lo tibio” que estaba su cortado. “Sí se la pasa leyendo el diario no es mi culpa”, se excusó el encargado al otro lado del mostrador.
El hombre, que vestía unas raras túnicas, Insultó en voz baja y se volvió a sentar. Bebió un sorbo y golpeó la taza contra la mesa, como para hacerse oír. Quiso mostrarse disconforme y lo consiguió: “Invita la casa”, respondieron a su pantomima. Al instante, el joven mozo acercó su jarra, la inclinó con desgano hasta que el humo asomó por el borde del pocillo; un aroma de victoria hizo torcer la mueca del canoso en una risa tramposa.
El despertador de Homero le jugó una mala pasada: apenas abrió los ojos vio que estaba a veinte minutos de su cita; con las extensas cuadras entre Parque Centenario y el inhóspito Palermo de por medio. Suspiró hondo y fue hasta el ropero. Se puso lo primero que encontró a mano, es decir, lo del día anterior. Miró por la ventana. Las copas bailarinas de los árboles le recomendaban salir con abrigo. Tomó su sombrero preferido, el de siempre, y salió sin más. Agradeció que la cita no incluyera la burocracia de tomar un colectivo o tren. Caminar rápido lo fue despabilando de a poco; quería llegar lúcido para rever la propuesta telefónica.
El primero en llegar fue Mario. Previo a salir, pensó mil veces cómo ir vestido ¿Muy formal? ¿Descontracturado? No sabía qué esperaban de él; eso lo incomodaba. Al final, apostó por su vieja cábala: remera blanca, chaleco de vestir y vaqueros celestes. Para las últimas entrevistas de trabajo llevó el combo —“pasado de moda”, como le advertía Ludmila— y mal no le fue. A su manera, pidió repetir la historia.
El hombre canoso levantó la mirada hasta ver a un joven desgarbado, de rostro confuso. Al instante supo que era él. Tras un leve intercambio de miradas, el periodista con el índice de su mano derecha se señaló como diciendo “¿A mí?”, a lo que el canoso, frío, apenas movió el mentón. Mario entró apurado:
—Hola mucho gusto mi nombre es…
—Mario, sí, ya sé, ¿cómo estás? Yo te llamé la otra noche, sentate pibe que te voy a contar mejor, esto de hablar por teléfono es un bodrio, algo siempre se entiende mal. Ojo, antes con las cartas no era mucho mejor —introdujo.
Mario prestaba atención, quería meter bocado, pero cargaba con un dejo de miedo a meter la pata; no se quería quedar afuera por un comentario de más. En cuanto a su interlocutor, lo encontró agradable, un poco loco, pero agradable al fin. Entonces, el joven tomó la rienda del dialogo y apuntó:
—Y sobre el trabajo ¿qué es “eso” tan complicado de explicar por teléfono?
—Calma —retrucó con una risa pícara mientras se acomodaba la túnica—, no somos los únicos en hablar de “eso”.
Mario asintió con asombro. Recordó entonces juntadas parecidas, donde él y otro montón de pibes se sentaban en una mesa de café con promesas que arrancaban con el periodismo en primer plano para terminar en farsas laborales. Por un instante ese fantasma sobrevoló su nuca, pero luego recapacitó, se relajó y siguió atento a los berretines del canoso.
En eso, Homero entró al bar con el impulso de un atleta en plena maratón. Frunció el seño y miró a ambos lados, revisó sillas vacías hasta dar con la mesa del fondo. Allí divisó al dúo en plena charla. El pintor enfiló hasta quedar al pie de la mesa. En seco, el viejo abrió los ojos, cortó la conversación e introdujo:
—Por fin llegaste, ahora sí estamos todos. Sentate, a ver, ¿por dónde empiezo?
El rostro entrador y carismático de hacía unos minutos cambió por el de un hombre más centrado, alguien que mide el calibre de sus dichos. Entonces,  el canoso develó el misterio:
—Mi nombre es Heráclito, los convoqué para una noble tarea de suma responsabilidad; fueron elegidos por su talento, por ser los mejores en las artes que desempeñan.
Algo en el orgullo de ambos se sintió aludido. Pero, tal como la otra noche, había algo en la historia que no les cerraba. No era falta de amor propio, sino que el énfasis con que dijo “los mejores” fue alarmante.
—A través de una ardua selección concluimos en que ustedes son los indicados para llevar adelante este trabajo —remarcó la palabra “trabajo” y pausó el encuentro— Ahora vengo.
Con los cafés a medio tomar, los vasos llenos de soda y dos medialunas secas como escenografía, el pintor aprovechó la ausencia de Heráclito y empezó a interrogar a su compañero:
—Bueno, ¿y vos de qué la vas con todo esto?
—¿Yo? —preguntó sorprendido— soy periodista freelance en medios digitales y gráficos. Cubro recitales, muestras de arte, depende.
—Ah, mirá, está bueno ¿no? Digo, es lo que te gusta —inquirió Homero de compromiso.
—Y sí, es lo que quiero. El tema es que a veces todo se vuelve rutinario, lugares comunes, frases hechas; hay veces que pareciera estar entrevistando siempre a la misma persona, sólo que cambia de nombre y profesión —reflexionó Mario buscando complicidad en su interlocutor.
—Sí, te entiendo, sobre todo si te topás con “artistas”—ironizó Homero—, son unos egocéntricos, podés no pagarles un mango, ellos con la palmada en la espalda y los halagos de medio pelo están contentos ¿A quién van a tomar en serio con tanto payaso suelto?, olvidate.
Mario asintió la catarsis del pintor, quien sumó:
—El verdadero pintor está ocupado en crear, mejorar, no en ir a cuanta muestra haya para figurar y elogiar estúpidos. Va a llegar un día en que no haga falta pintar un solo lienzo, por más que un pincel, un plumín y una escoba para vos sean lo mismo ¿a quién le importa? “el arte es así, espontaneo”, te va a decir un tipo que dibuja hombres-palo justificando su mediocridad, ¿entendés?
—No te creas que lo mío es tan distinto, pero bueno, paciencia porque hay dos caminos: el rápido es ser un chupamedias y el lento es ser talentoso; prefiero la segunda aunque tarde un poco más; obvio que da bronca ver pasar giles, pero son también los que derrapan primero, ¿No te parece? —propuso Mario.
Homero lo miró fijo, con labios apretados en muestra de rechazo a su teoría. De todos modos, luego asintió con un leve movimiento de cabeza.
El extraño de canas volvió a escena: enfiló hacia la puerta y agitó la mano para llamarlos. “Vamos a la oficina, es acá nomás, en El Salvador y Fitz Roy”, remató ya en la calle. Para ambos, la expectativa tenía los minutos contados.
La casa antigua a la que los guiaba Heráclito se levantaba sobre el cruce palermitano. Adoquines de un lado y del otro delimitaban una esquina gris, raída; una nota al pie de tiempos mejores. A lo lejos, las torres altísimas y modernosas  cabeceaban al cielo con indiferencia; el barrio no estaba para mirar atrás.
Homero metió bocado y dijo que era de estilo art noveau. “Más o menos sesenta y pico de años, de las buenas, hecha por tanos a lo mejor”, sumó. La entrada principal, sobre la ochava, era una puerta de hierro, pintada de negro y con vidrios opacos. Arriba, un balcón de persianas bajas profundizaba el misterio. A los costados, dos vasijas de concreto ornamentaban la escena; lucían débiles enredaderas, telarañas y raíces. Triste, solitaria. Al final, a Mario y Homero les vino una sensación de tango.   
Rompió el hechizo una brisa dulce, frutal. De curioso, el pintor se adelantó unos pasos, dobló y dio con el origen del aroma: una joven arremetía con una lata de aerosol líneas de todos los grosores contra uno de los muros de la casona. Homero primero vio el gato violeta con cara de pocos amigos que emergía de la pared, luego introdujo:
—Y, ¿son buenas esas latas?, me dijeron que hay unas nuevas con buena presión, la otra vez pinté un cuadro con stencil y tuve que tirar la plancha, quedó toda chorreada.
Así arrancó una charla que develó que la chica en cuestión se llamaba Sabrina, que vivía a unas cuadras, que pintaba hacía algunos años y que el Gato Lila en la pared era su “firma personal”. Luego hablaron de lugares para exponer y novedades del mundillo pictórico.
Cuando la cosa se estaba poniendo interesante, Heráclito cortó en seco con un rezongo:
—Nena, acá no podés pintar, esto es un lugar de trabajo.
—¿Cómo que no?, ayer le pedí permiso a un compañero tuyo y me dijo que como no piensan arreglar la pared de acá a un tiempo, y para evitar pintarrajeadas, preferían tener murales para darle un poco de vida a la cuadra.
El rostro del barbudo se torció, se vio desautorizado frente a Mario y Homero, aunque ambos no lo percibieron. Respiró hondo, se acomodó las canas y cerró el dialogo:
—Piba, no hagás mamarrachos, ¿estamos? Seguí con el gato ese con cara de culo que está quedando lindo.
Sabrina ni se mosqueó, los detalles finales del mural la tenían concentrada. El trío, por su parte, se adentró en la negrura de la puerta de hierro.
“La verdad, si me preguntan a mí, podríamos haber hecho todo más rápido, pero bueno, cosa de Recursos Humanos, igual ya estamos acá y todavía ninguno de los dos rajó”, bromeó Heráclito. En las sombras de un lugar desconocido, para Mario y Homero sonó más a sarcasmo que a complicidad.
Al final del túnel, Heráclito tanteó hasta tocar un timbre. De inmediato, se abrió una puerta y un hombre de mediana edad, también vestido a la romana, les dio la bienvenida. Luego todo fue sorpresa.
El trió salió a un jardín inmenso donde se abrían caminos adoquinados en varias direcciones. Había flores y árboles desperdigados por un terreno que se alejaba más allá de lo que aparentaba la fachada rotosa. Arriba, una cúpula de vidrio mostraba el atardecer en todo su esplendor.
Mientras los dos apreciaban atónitos la escena, otro tipo se acercó a Heráclito para dejarle unos papeles, también le susurró que “los esperaban”. La charla se enmarcaba en un ir y venir de hombres y mujeres vestidos con túnicas que correteaban apurados por los rincones del jardín; una escena del microcentro porteño con aire retro-milenario.
—Vamos por acá —señaló el canoso mientras enfilaban hacia una enorme puerta al fondo del jardín.
Otra vez un intervalo de sombras, tanteos y puteadas de su guía. Al instante, dieron los primeros pasos en una especie de llanura. Ni torres ni bocinazos, ahora la quietud y el silencio eran la constante.
— ¿Qué es esto? ¿La escenografía de una novela? ¿Una mala copia del paraíso? —ironizó Homero, ocultando su perplejidad.
—Lo quisimos hacer lo más parecido a Casa Central, pero viste como son las sucursales, siempre le pifian con algún detalle.
—¿Lo qué? —interrumpió Mario—, ¿me estás diciendo que vamos a tener que trabajar en esta reserva ecológica?
—Digamos, yo no diría reserva, más bien es…
—Dale, ya te bancamos bastante, por una vez en el día sé claro — lo apuró Homero.
—Mejor que les diga él —exhaló profundo Heráclito y levantó la vista.
Entonces, ambos avanzaron hacia la orilla de un río amplio, silencioso. Sobre el horizonte, el deambular de nubes carmesí apagaba lentamente un atardecer de ensueño. Con los pies sobre el agua y apoyado sobre una piedra, un hombre altísimo, también canoso, pelilargo y de túnica, pescaba ensimismado, ausente. Un tirón de su caña lo puso alerta y le hizo ver que no estaba solo. Miró hacia el trío con gesto amable. Como para confiar y todo, Mario y Homero se sentían en medio de un viaje lisérgico sin mucho orden; encima, la propuesta de “trabajo” se desdibujaba en ese instante onírico. Heráclito y ese viejo más viejo no ayudaban en lo más mínimo.
— Estamos en el borde del Aqueronte, que separa a los vivos de los muertos. Calma muchachos que la eternidad asusta pero con el paso del tiempo se aprende a convivir con ella; las brisas indomables del destino sí son de temer, ni siguiera el poder de un dios es tan inmenso —lanzó el grandote en clave de sermón.
Terminada la reflexión, sacó los pies del agua. Contó parte de la historia del río y los invitó a su “oficina”. Mientras la pesca se convertía en anécdota, avanzando entre nubes y paisajes memorables, los cuatro retomaron por el oscuro pasadizo. Sin embargo, en lugar de volver al jardín, los esperaba una amplia puerta de madera. El gigante giró el picaporte y los invitó a pasar.
En el centro asomaba un escritorio de ébano pulido orientado hacia el ventanal, que devolvía el paisaje del Aqueronte. El resto del lugar estaba protagoniza por bibliotecas que llegaban hasta el techo.
Mientras Homero y Mario se acomodaban, el hombre les habló de historia y filosofía, citando  grandes pensadores y metaforizando acerca de menesteres cotidianos. Sin embargo, ambos, en plan de chusmas, se pusieron a revisar cuanto rincón pudieron,  maravillados más por las reliquias que allí había que por las conclusiones del grandote.
Ante la falta de atención, el barbado de túnica tosió para impostar la voz:
—Disculpen, es evidente que al no presentarme están tomando las cosas a la ligera. Yo soy Dios, el regidor del Cosmos por acuerdo en el último Concilio divino. Es un placer para mí saber que voy a trabajar con ustedes ¿Ahora sí nos entendemos?
De inmediato, ambos se sentaron donde pudieron. Con los hombros encogidos intentaron interpretar aquellas palabras ¿Su futuro jefe era Dios? Se quedaron en silencio, mezcla de asombro y escepticismo.
—No bueno, nosotros en realidad… —quiso justificar Mario.
Tras unos balbuceos en vano, al final se oyó el hondo suspiro de Dios:
—En fin, repasemos. A Heráclito, mi Enviado Divino, le pedí que encuentre dos artistas con la sensibilidad y la firmeza suficiente como para convertir a los hombres y mujeres en mejores personas a través de mensajes oníricos. Más todavía, le pedí que los llamara a ustedes, amigos del Ángel Gris, quien reparte sueños en el barrio de Flores, tal como narran las crónicas de Alejandro Dolina —y finalizó eufórico—. Los sueños están a salvo si ambos toman esta responsabilidad.
Ellos asentían, pero se les hizo muy abstracto eso de pensar en hablar de igual a igual con los dioses. Es más, casi de forma coreográfica pensaban en el “error” de estar ahí. Sin embargo, ni se les cruzó avivar a su patrón sobre el “pifie de casting”. Los dos miraban todavía con cautela, esperaron su próxima acotación, que no se hizo esperar:
—Avancemos, están acá para el bienestar del ser humano, desde ahora el mundo onírico será su herramienta. La dinámica es sencilla: cuando una persona se duerme, su inconsciente se libera de las represiones, traumas e imposturas que puede llegar a tener en estado de plena conciencia ¿me siguen? En el reino de los sueños se activan mecanismos que producen relatos, narraciones donde cualquier individuo reflexiona y asimila aspectos de su vida —hizo una larga pausa—. Ahí entran ustedes.
— ¿Vos querés que pintemos, por decir así, los sueños a la gente? —preguntó Homero confuso.
—Es una buena forma de explicarlo —remató Dios— y vos —señaló a Mario— vas a desarrollar aquellos elementos, símbolos y acciones que tengan que ver con los más profundos deseos y frustraciones de la persona en cuestión, como si fuera una historieta para leer mientras duermen. Uno es guionista, otro es dibujante ¿estamos?
Se levantó de la silla y fue hasta el ventanal, miró al horizonte y, con un tono más sombrío, empezó a entrar en confianza:
— Desde tiempos inmemoriales, en que el caos era todo, los que hoy somos dioses fuimos evolucionando, en eso llegó la creación del hombre y en consecuencia lo bueno y lo malo de él; así llegamos al universo de hoy. Ahora, esto que les vengo a proponer es ínfimo para nuestro poder, pero el asunto es que uno como creador tiene que tenerle fe a su obra y en consecuencia obrar para que la humanidad sea artífice de sus propios sueños. Algún día les contaré a qué viene todo esto —cerró con gesto amargo y misterioso, casi a modo de confesión.
Antes de despedirlos, Dios se acercó a Homero con un estuche de cuero. El pintor al abrirlo vio que era un juego de pinceles, algo extraños para su gusto. Tenían un mango de hueso pulido, las cerdas eran casi transparentes y brillaban. Tenían una vibra extraña.
—Con esta herramienta vas a poder pintar sueños, son los milenarios pinceles heredados de Ma Liang. Vas a saber usarla con responsabilidad, ya te veo —sentenció Dios mientras le palmeaba el hombro.
A Mario le entregó una llave: “Esta será su oficina, pueden usarla de estudio, redacción, como más les guste, allí tendrán todo a mano para trabajar en paz”. El joven titubeó algo así como un “gracias”.
El llamado todopoderoso se apartó unos pasos, contempló la obra que estaba por venir, y pensó para sí que las cosas estaban más que bien.
            —¿Y cuándo empezamos “jefe”? —prosiguió Mario.
            —Ahora mismo —cortó en seco Dios rumbeando para la salida—, los invito formalmente al Bar del Infierno —arremetió altisonante.
—¿Es joda? Si estamos en el Cielo, o algo por el estilo —indagó Homero.
—La cuestión es que elegí el nombre por un libro del escritor Dolina, habrán notado que me gusta bastante su trabajo, quien también es amigo del Ángel Gris, ¿cómo no lo ubican? A veces pareciera que ustedes no son quienes yo pienso que son —lanzó una furibunda mirada sobre ambos.
Pálidos y con cara de póker, dejaron pasar los segundos más largos de su vida. Por su parte, Dios amenizó el momento diciendo:
—Es broma, sólo una broma. La cuestión es que este no es cualquier bar. Se puede entrar por infinitas puertas, tanto desde el mundo de los vivos como de los muertos. Adentro, mozos de todas las regiones atienden a escritores, músicos, profesores, curiosos, sabiondos y suicidas; como en el tango vieron. Muchachos, vuélvanse los parroquianos más acérrimos de ese lugar ¿me siguen?
Un rato más tarde, el grupo adentró por un frente esculpido en hierro, de columnas altas y techos pintados al oleo. Mario y Homero cogoteaban a más no poder. Heráclito y Dios avanzaban con el aire de quien convive junto a lo majestuoso; no se les movía un pelo. 
Una vez en la barra, Dios chusmeó con el encargado de turno el menú para cenar. “Sándwich de pavita, como el del viejo Trianón”, enfatizó el hombre con guiño cómplice desde el mostrador. El todopoderoso se hizo de una mesa con vista al Aqueronte, bañado por la luz de la luna que con timidez se subía al firmamento; era evidente que esa escena le despertaba aprecio.
Por su parte, el pintor y el periodista miraban de reojo cuanto podían. La magia del lugar estaba signada por esos chisporroteos de ideas, debates, argumentaciones y demás yerbas. Lo que en vida no pudieron decirse cara a cara, estos hacedores de la historia universal lo ponían sobre la mesa; ahora para el deleite de estos dos mortales.
A pocas mesas de la barra, Mario cruzó miradas con quienes, ellos sin saber, fueron maestros sin aula de su carrera y sus notas. Se trataba de los periodistas, escritores y humoristas Adolfo Castelo, Dante Panzeri Andrés Cascioli, Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano.
Mario creyó cumplir uno de los sueños que había tenido desde que había empezado con esto de las crónicas, notas, entrevistas y pirulos: dar con la gente que lo motivó a tomar las redacciones como su sacerdocio. Ahora estaban frente a él, en plena acción, tal como los recordaban sus colegas; tal como los leyó en ese libro Ni yankees ni marxistas, humoristas. Así como en todas y cada una de las revistas Humor Registrado, Satriricón y la lista que hacían rebasar el escritorio del periodista.
Mirando como esas cosas que nunca se alcanzan Mario saludó con vergüenza y se acomodó en un costado de la mesa. La calma la simuló bastante bien mientras las palabras de agradecimiento y agasajo le brotaban como un manantial. Por un buen rato él fue de la partida de esos popes del periodismo a quienes tanto admiraba.
—¿Te acordás cuando en vida dije que al Cielo le pondría canchitas y un par de bares, porque en el bar estás en tu casa y a la vez estás balconeando la calle?, se ve que escucharon y no quisieron ser menos, ¿viste lo que es esto? —resaltó el Negro Fontanarrosa ante la complicidad no sólo de la mesa, sino de la sala ¿No era para menos, no?, pensó Mario.
Tras compartir anécdotas de otras épocas, como las tardes en el viejo café la Paz, de las redacciones perdidas de las revistas que ellos mismos fundaron y de cómo era  ser periodistas en el inframundo, se despidieron entre cálidos saludos y la promesa de jugar un día un partido “entre toda la barra, ahora que no nos duele nada y estamos hechos unos pibes”. “Mandá saludos a la vuelta”, fue el encargo para Mario.    
En tanto Homero había atravesado tantos pasillos que sentía estar hace horas en el café aunque  seguían apareciendo salas, repletas todas, hasta que dio con una escena que detuvo su marcha.
La entrada estaba resguardada por telones suaves y enigmáticos. Al entrar, el crujido de sus pasos se amenizó por alfombras con grabados orientales. El clima era intimista. Las luces bajas y el humo del lugar en se transformaban en una suave brisa, en otro telón intrigante. Estaba en el sitio correcto.
Por más humareda frente a él, Homero percibió al instante a quienes tenía a su alrededor. Allí estaban los poetas malditos, lúgubres musas de sus noches de adolescente con intenciones de subirse al cruel y descarado oficio de pintor, como le gustaba definir al oficio de pibe.
Recordó una escena similar vista hace años, el cuadro Un coin de table de Henri Fantin-Latour. Casi idénticos en distribución estaban Paul Varlaine, Arthur Rimbaud, León Valade, Ernest d´Hervilly, Camille Pelletan, Pierre Elzéar, Émile Blémont y Jean Aicard.
El pintor no dejó pasar la chance que tenía ante sí y se acercó a saludar, como quien está de vistita en un pueblo y pasa a conocer a sus vecinos de ocasión; aunque por un instante pensó que lo iban “a mandar a la mierda”. Sin embargo, se sorprendió ante la amabilidad de esos atormentados escritores y poetas. Había más sorpresas: un joven  vestido con túnicas relucientes festejaba al ritmo de los poetas e introdujo:
            —El gusto es mío Homero, soy Dionisio, dios griego del vino. Cuando nos volvamos a ver llegarán consecuencias para tu vida.
Homero, que era reacio, gustó de la ocurrencia pero por dentro tiritó ante la advertencia. Luego, se despidió de Dionisio y los poetas.
—¡Hay que ver! ¡Cuántos amores espléndidos he soñado! ¡Por tantos otros sueños que salgan de tu mano! —dejó Rimbaud como bendición mientras los demás parroquianos de la mesa levantaban sus copas.
Tras la marcha del pintor, llegó un mozo con una bandeja llena de opio “para armarse una ronda”, como bromeaban los artistas. Entre los pasillos del bar, Homero se sentía desenvuelto, alegre; tenía los buenos augurios del poeta y encima sobre su mano, karma y depresión del último tiempo.
Pasado el rato, Homero y Mario se reencontraron. Había tanta tela para cortar ahí que la felicidad estaba signada sencillamente en dar con la gente que los inspiró a ser lo que eran hoy.
Y hablando de inicios y finales, en eso Dios se les acercó, los sentó en una mesa con vista al paraíso y emprendió una última recomendación:
—Algún día les contaré una historia de dos amigos que quedó trunca, pero ahora, vengo para darles mi mejor deseo por esto que comienza, háganlo como si fuera destinado a su mejor amigo, ¿me siguen? Que la confianza sea la cuestión central de su obra, crean en ella, sé por qué se los digo.
—¿Qué pasa Dios?, te estás poniendo sentimental desde temprano, mirá que todavía no nos trajeron los cafés, menos aún el whisky —bramó con gracia Homero.
El todopoderoso festejó la ocurrencia. El resto de la velada fue distendida e intimista; de a poco iban conociendo a un Dios menos ceremonioso y más compinche. En eso, exclamaron enfáticos Homero y Mario:
—¡Salud por lo que empieza!
**
—Somos gente grande, no es necesario que se pongan así —intentaba calmar los ánimos Heráclito— Les pido por favor que no abran la boca, se entera Dios y me pone de patitas en el infierno sin aire acondicionado.
Al día siguiente de haber brindado con Dios, el Enviado Divino les aclaraba un poco de todo esa maraña. Entonces, Mario arremetió:
—Estamos metidos los tres en esta así que mejor contá cómo fue que diste con nosotros y por qué Dios piensa que somos amigos del Ángel Gris de Flores.
—Es que me pidió que seleccionara a los más refinados artistas y me resaltó que quería “lo mejor de la raza humana” y… bueno, y acá estamos.
No conformes, ambos lanzaron miradas de hielo para que Heráclito terminara la idea, quien al final, acorralado, confesó:
—Y yo, y yo…me colgué —balbuceó—. Pasa que en mis últimas vidas, desde la edad de bronce más o menos, tuve algunos “altercados”; a ver, fui el ángel de la guarda del heredero del trono austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, lo deben conocer por libros de historia, con su asesinato se desencadenó la primera guerra mundial. Pavadas vieron. También fui escudero, presidente, pero son cositas que no vienen al caso. Dios me dijo que si me redimía ayudándolo con esto de los sueños me salvaba. Somos gente grande, ¿nos entendemos?
            —Ahora entiendo un poco las cosas, de todas formas ya estamos en el baile y no creo que le moleste tanto, sino ya hubiera lanzado toda su ira contra nosotros —analizó el pintor.
El sonido estrepitoso del teléfono arruinó ese intento de calma en el ambiente. Los tres miraron en todas direcciones, no sabían de dónde venía el chirrido hasta que advirtieron la intensidad del sonido desde el armario. Homero se adelantó y lo abrió, no sin antes putear y exclamar:
—¿Qué onda? ¿Acá tienen teléfonos en todos lados? ¿Cuánto les viene a fin de mes? —se indignó el pintor y tomó el tubo con rapidez— ¿Hola? ¿Quién es?
—Yo, Dios, los estoy mirando que están dele cuchichear con Heráclito. Quería saber si todo estaba en orden, no vaya a ser que me estén ocultando algo, ¿no? —se oyó como advertencia divina del otro lado de la línea.
—Na´ que ver, Dios, casi que nos conocemos de toda una vida, cómo te vamos a estar caminando, justamente a vos —temblaba como una hoja sacudida por el viento— despreocúpate.
El pintor pudo apreciar otra voz junto a la del todopoderoso, oyó algo así como un reto:
—Tenés que bajar tu paranoia, es una conducta que refleja tu clara y enorme inseguridad, así en estas condiciones se te va a hacer cuesta arriba estar a cargo del Cosmos.
—Esperá Freud, que quedó el teléfono descolgado, ahora sí, me decías que…
Entonces el berrinche que hizo el teléfono descolgado le impidió enterarse el remate de la charla. Mientras todo eso ocurría, Mario y Heráclito miraban al pintor con cara de perro mojado. Homero quedó mirando al horizonte pensativo, mientras las nubes ajenas a todo drama humano y divino seguían su danza armoniosa, para sólo arremeter con una pregunta retórica:
—Dios se psicoanaliza, no lo puedo creer, ¿cuántos años de terapia tomaría asimilar todo esto?
Se miraron con cara de “ni idea” pero, a fin de cuentas, respiraron aliviados: la salud mental de Dios estaba, dentro de todo, en buenas manos y con eso, su “secreto” podía prevalecer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario