CAPITULO 2
UN JEFE MUY ESPECIAL
Llegó el día, luego de dudas y
ansiedad. El punto de encuentro era un café ubicado en el corazón de Palermo, Soho para algunos, Cool para otros; Viejo para los memoriosos. Plantado justo en la
esquina de una avenida y una calle adoquinada, el frente exhibía unas letras
cursivas con el nombre del lugar: El desvelo.
El punto de encuentro indicado
por la voz extraña era de los pocos cafés tradicionales que sobrevivían por la
zona. Adentro, una quincena de mesas desperdigadas se iluminaban con el sol de
mediodía que entraba por los ventanales fileteados. Apostado junto a la barra,
un canoso discutía a viva voz: se quejaba por “lo tibio” que estaba su cortado.
“Sí se la pasa leyendo el diario no es mi culpa”, se excusó el encargado al
otro lado del mostrador.
El hombre, que vestía unas raras
túnicas, Insultó en voz baja y se volvió a sentar. Bebió un sorbo y golpeó la
taza contra la mesa, como para hacerse oír. Quiso mostrarse disconforme y lo
consiguió: “Invita la casa”, respondieron a su pantomima. Al instante, el joven
mozo acercó su jarra, la inclinó con desgano hasta que el humo asomó por el
borde del pocillo; un aroma de victoria hizo torcer la mueca del canoso en una
risa tramposa.
El despertador de Homero le jugó
una mala pasada: apenas abrió los ojos vio que estaba a veinte minutos de su
cita; con las extensas cuadras entre Parque Centenario y el inhóspito Palermo
de por medio. Suspiró hondo y fue hasta el ropero. Se puso lo primero que
encontró a mano, es decir, lo del día anterior. Miró por la ventana. Las copas
bailarinas de los árboles le recomendaban salir con abrigo. Tomó su sombrero
preferido, el de siempre, y salió sin más. Agradeció que la cita no incluyera
la burocracia de tomar un colectivo o tren. Caminar rápido lo fue despabilando
de a poco; quería llegar lúcido para rever la propuesta telefónica.
El primero en llegar fue Mario.
Previo a salir, pensó mil veces cómo ir vestido ¿Muy formal? ¿Descontracturado?
No sabía qué esperaban de él; eso lo incomodaba. Al final, apostó por su vieja
cábala: remera blanca, chaleco de vestir y vaqueros celestes. Para las últimas
entrevistas de trabajo llevó el combo —“pasado de moda”, como le advertía
Ludmila— y mal no le fue. A su manera, pidió repetir la historia.
El hombre canoso levantó la
mirada hasta ver a un joven desgarbado, de rostro confuso. Al instante supo que
era él. Tras un leve intercambio de miradas, el periodista con el índice de su
mano derecha se señaló como diciendo “¿A mí?”, a lo que el canoso, frío, apenas
movió el mentón. Mario entró apurado:
—Hola mucho gusto mi nombre es…
—Mario, sí, ya sé, ¿cómo estás?
Yo te llamé la otra noche, sentate pibe que te voy a contar mejor, esto de
hablar por teléfono es un bodrio, algo siempre se entiende mal. Ojo, antes con
las cartas no era mucho mejor —introdujo.
Mario prestaba atención, quería
meter bocado, pero cargaba con un dejo de miedo a meter la pata; no se quería
quedar afuera por un comentario de más. En cuanto a su interlocutor, lo
encontró agradable, un poco loco, pero agradable al fin. Entonces, el joven
tomó la rienda del dialogo y apuntó:
—Y sobre el trabajo ¿qué es
“eso” tan complicado de explicar por teléfono?
—Calma —retrucó con una risa
pícara mientras se acomodaba la túnica—, no somos los únicos en hablar de
“eso”.
Mario asintió con asombro.
Recordó entonces juntadas parecidas, donde él y otro montón de pibes se
sentaban en una mesa de café con promesas que arrancaban con el periodismo en
primer plano para terminar en farsas laborales. Por un instante ese fantasma
sobrevoló su nuca, pero luego recapacitó, se relajó y siguió atento a los
berretines del canoso.
En eso, Homero entró al bar con
el impulso de un atleta en plena maratón. Frunció el seño y miró a ambos lados,
revisó sillas vacías hasta dar con la mesa del fondo. Allí divisó al dúo en
plena charla. El pintor enfiló hasta quedar al pie de la mesa. En seco, el
viejo abrió los ojos, cortó la conversación e introdujo:
—Por fin llegaste, ahora sí
estamos todos. Sentate, a ver, ¿por dónde empiezo?
El rostro entrador y carismático
de hacía unos minutos cambió por el de un hombre más centrado, alguien que mide
el calibre de sus dichos. Entonces, el
canoso develó el misterio:
—Mi nombre es Heráclito, los
convoqué para una noble tarea de suma responsabilidad; fueron elegidos por su
talento, por ser los mejores en las artes que desempeñan.
Algo en el orgullo de ambos se
sintió aludido. Pero, tal como la otra noche, había algo en la historia que no
les cerraba. No era falta de amor propio, sino que el énfasis con que dijo “los
mejores” fue alarmante.
—A través de una ardua selección
concluimos en que ustedes son los indicados para llevar adelante este trabajo
—remarcó la palabra “trabajo” y pausó el encuentro— Ahora vengo.
Con los cafés a medio tomar, los
vasos llenos de soda y dos medialunas secas como escenografía, el pintor
aprovechó la ausencia de Heráclito y empezó a interrogar a su compañero:
—Bueno, ¿y vos de qué la vas con
todo esto?
—¿Yo? —preguntó sorprendido— soy
periodista freelance en medios
digitales y gráficos. Cubro recitales, muestras de arte, depende.
—Ah, mirá, está bueno ¿no? Digo,
es lo que te gusta —inquirió Homero de compromiso.
—Y sí, es lo que quiero. El tema
es que a veces todo se vuelve rutinario, lugares comunes, frases hechas; hay
veces que pareciera estar entrevistando siempre a la misma persona, sólo que
cambia de nombre y profesión —reflexionó Mario buscando complicidad en su
interlocutor.
—Sí, te entiendo, sobre todo si
te topás con “artistas”—ironizó Homero—, son unos egocéntricos, podés no
pagarles un mango, ellos con la palmada en la espalda y los halagos de medio
pelo están contentos ¿A quién van a tomar en serio con tanto payaso suelto?,
olvidate.
Mario asintió la catarsis del
pintor, quien sumó:
—El verdadero pintor está
ocupado en crear, mejorar, no en ir a cuanta muestra haya para figurar y
elogiar estúpidos. Va a llegar un día en que no haga falta pintar un solo
lienzo, por más que un pincel, un plumín y una escoba para vos sean lo mismo ¿a
quién le importa? “el arte es así, espontaneo”, te va a decir un tipo que
dibuja hombres-palo justificando su mediocridad, ¿entendés?
—No te creas que lo mío es tan
distinto, pero bueno, paciencia porque hay dos caminos: el rápido es ser un
chupamedias y el lento es ser talentoso; prefiero la segunda aunque tarde un
poco más; obvio que da bronca ver pasar giles, pero son también los que
derrapan primero, ¿No te parece? —propuso Mario.
Homero lo miró fijo, con labios
apretados en muestra de rechazo a su teoría. De todos modos, luego asintió con
un leve movimiento de cabeza.
El extraño de canas volvió a
escena: enfiló hacia la puerta y agitó la mano para llamarlos. “Vamos a la
oficina, es acá nomás, en El Salvador y Fitz Roy”, remató ya en la calle. Para
ambos, la expectativa tenía los minutos contados.
La casa antigua a la que los
guiaba Heráclito se levantaba sobre el cruce palermitano. Adoquines de un lado
y del otro delimitaban una esquina gris, raída; una nota al pie de tiempos
mejores. A lo lejos, las torres altísimas y modernosas cabeceaban al cielo con indiferencia; el
barrio no estaba para mirar atrás.
Homero metió bocado y dijo que
era de estilo art noveau. “Más o
menos sesenta y pico de años, de las buenas, hecha por tanos a lo mejor”, sumó.
La entrada principal, sobre la ochava, era una puerta de hierro, pintada de
negro y con vidrios opacos. Arriba, un balcón de persianas bajas profundizaba
el misterio. A los costados, dos vasijas de concreto ornamentaban la escena;
lucían débiles enredaderas, telarañas y raíces. Triste, solitaria. Al final, a
Mario y Homero les vino una sensación de tango.
Rompió el hechizo una brisa
dulce, frutal. De curioso, el pintor se adelantó unos pasos, dobló y dio con el
origen del aroma: una joven arremetía con una lata de aerosol líneas de todos
los grosores contra uno de los muros de la casona. Homero primero vio el gato
violeta con cara de pocos amigos que emergía de la pared, luego introdujo:
—Y, ¿son buenas esas latas?, me
dijeron que hay unas nuevas con buena presión, la otra vez pinté un cuadro con stencil y tuve que tirar la plancha,
quedó toda chorreada.
Así arrancó una charla que
develó que la chica en cuestión se llamaba Sabrina, que vivía a unas cuadras,
que pintaba hacía algunos años y que el Gato Lila en la pared era su “firma
personal”. Luego hablaron de lugares para exponer y novedades del mundillo
pictórico.
Cuando la cosa se estaba
poniendo interesante, Heráclito cortó en seco con un rezongo:
—Nena, acá no podés pintar, esto
es un lugar de trabajo.
—¿Cómo que no?, ayer le pedí
permiso a un compañero tuyo y me dijo que como no piensan arreglar la pared de
acá a un tiempo, y para evitar pintarrajeadas, preferían tener murales para
darle un poco de vida a la cuadra.
El rostro del barbudo se torció,
se vio desautorizado frente a Mario y Homero, aunque ambos no lo percibieron.
Respiró hondo, se acomodó las canas y cerró el dialogo:
—Piba, no hagás mamarrachos,
¿estamos? Seguí con el gato ese con cara de culo que está quedando lindo.
Sabrina ni se mosqueó, los
detalles finales del mural la tenían concentrada. El trío, por su parte, se
adentró en la negrura de la puerta de hierro.
“La verdad, si me preguntan a
mí, podríamos haber hecho todo más rápido, pero bueno, cosa de Recursos
Humanos, igual ya estamos acá y todavía ninguno de los dos rajó”, bromeó
Heráclito. En las sombras de un lugar desconocido, para Mario y Homero sonó más
a sarcasmo que a complicidad.
Al final del túnel, Heráclito
tanteó hasta tocar un timbre. De inmediato, se abrió una puerta y un hombre de
mediana edad, también vestido a la romana, les dio la bienvenida. Luego todo
fue sorpresa.
El trió salió a un jardín
inmenso donde se abrían caminos adoquinados en varias direcciones. Había flores
y árboles desperdigados por un terreno que se alejaba más allá de lo que
aparentaba la fachada rotosa. Arriba, una cúpula de vidrio mostraba el
atardecer en todo su esplendor.
Mientras los dos apreciaban
atónitos la escena, otro tipo se acercó a Heráclito para dejarle unos papeles,
también le susurró que “los esperaban”. La charla se enmarcaba en un ir y venir
de hombres y mujeres vestidos con túnicas que correteaban apurados por los
rincones del jardín; una escena del microcentro porteño con aire
retro-milenario.
—Vamos por acá —señaló el canoso
mientras enfilaban hacia una enorme puerta al fondo del jardín.
Otra vez un intervalo de
sombras, tanteos y puteadas de su guía. Al instante, dieron los primeros pasos
en una especie de llanura. Ni torres ni bocinazos, ahora la quietud y el
silencio eran la constante.
— ¿Qué es esto? ¿La escenografía
de una novela? ¿Una mala copia del paraíso? —ironizó Homero, ocultando su
perplejidad.
—Lo quisimos hacer lo más
parecido a Casa Central, pero viste como son las sucursales, siempre le pifian
con algún detalle.
—¿Lo qué? —interrumpió Mario—,
¿me estás diciendo que vamos a tener que trabajar en esta reserva ecológica?
—Digamos, yo no diría reserva,
más bien es…
—Dale, ya te bancamos bastante,
por una vez en el día sé claro — lo apuró Homero.
—Mejor que les diga él —exhaló
profundo Heráclito y levantó la vista.
Entonces, ambos avanzaron hacia
la orilla de un río amplio, silencioso. Sobre el horizonte, el deambular de
nubes carmesí apagaba lentamente un atardecer de ensueño. Con los pies sobre el
agua y apoyado sobre una piedra, un hombre altísimo, también canoso, pelilargo
y de túnica, pescaba ensimismado, ausente. Un tirón de su caña lo puso alerta y
le hizo ver que no estaba solo. Miró hacia el trío con gesto amable. Como para
confiar y todo, Mario y Homero se sentían en medio de un viaje lisérgico sin
mucho orden; encima, la propuesta de “trabajo” se desdibujaba en ese instante
onírico. Heráclito y ese viejo más viejo no ayudaban en lo más mínimo.
— Estamos en el borde del
Aqueronte, que separa a los vivos de los muertos. Calma muchachos que la
eternidad asusta pero con el paso del tiempo se aprende a convivir con ella;
las brisas indomables del destino sí son de temer, ni siguiera el poder de un
dios es tan inmenso —lanzó el grandote en clave de sermón.
Terminada la reflexión, sacó los
pies del agua. Contó parte de la historia del río y los invitó a su “oficina”.
Mientras la pesca se convertía en anécdota, avanzando entre nubes y paisajes
memorables, los cuatro retomaron por el oscuro pasadizo. Sin embargo, en lugar
de volver al jardín, los esperaba una amplia puerta de madera. El gigante giró
el picaporte y los invitó a pasar.
En el centro asomaba un
escritorio de ébano pulido orientado hacia el ventanal, que devolvía el paisaje
del Aqueronte. El resto del lugar estaba protagoniza por bibliotecas que
llegaban hasta el techo.
Mientras Homero y Mario se
acomodaban, el hombre les habló de historia y filosofía, citando grandes pensadores y metaforizando acerca de
menesteres cotidianos. Sin embargo, ambos, en plan de chusmas, se pusieron a
revisar cuanto rincón pudieron,
maravillados más por las reliquias que allí había que por las
conclusiones del grandote.
Ante la falta de atención, el
barbado de túnica tosió para impostar la voz:
—Disculpen, es evidente que al
no presentarme están tomando las cosas a la ligera. Yo soy Dios, el regidor del
Cosmos por acuerdo en el último Concilio divino. Es un placer para mí saber que
voy a trabajar con ustedes ¿Ahora sí nos entendemos?
De inmediato, ambos se sentaron
donde pudieron. Con los hombros encogidos intentaron interpretar aquellas
palabras ¿Su futuro jefe era Dios? Se quedaron en silencio, mezcla de asombro y
escepticismo.
—No bueno, nosotros en realidad…
—quiso justificar Mario.
Tras unos balbuceos en vano, al
final se oyó el hondo suspiro de Dios:
—En fin, repasemos. A Heráclito,
mi Enviado Divino, le pedí que encuentre dos artistas con la sensibilidad y la
firmeza suficiente como para convertir a los hombres y mujeres en mejores
personas a través de mensajes oníricos. Más todavía, le pedí que los llamara a
ustedes, amigos del Ángel Gris, quien reparte sueños en el barrio de Flores,
tal como narran las crónicas de Alejandro Dolina —y finalizó eufórico—. Los
sueños están a salvo si ambos toman esta responsabilidad.
Ellos asentían, pero se les hizo
muy abstracto eso de pensar en hablar de igual a igual con los dioses. Es más,
casi de forma coreográfica pensaban en el “error” de estar ahí. Sin embargo, ni
se les cruzó avivar a su patrón sobre el “pifie de casting”. Los dos miraban
todavía con cautela, esperaron su próxima acotación, que no se hizo esperar:
—Avancemos, están acá para el
bienestar del ser humano, desde ahora el mundo onírico será su herramienta. La
dinámica es sencilla: cuando una persona se duerme, su inconsciente se libera
de las represiones, traumas e imposturas que puede llegar a tener en estado de
plena conciencia ¿me siguen? En el reino de los sueños se activan mecanismos
que producen relatos, narraciones donde cualquier individuo reflexiona y
asimila aspectos de su vida —hizo una larga pausa—. Ahí entran ustedes.
— ¿Vos
querés que pintemos, por decir así, los sueños a la gente? —preguntó Homero
confuso.
—Es una buena forma de
explicarlo —remató Dios— y vos —señaló a Mario— vas a desarrollar aquellos
elementos, símbolos y acciones que tengan que ver con los más profundos deseos
y frustraciones de la persona en cuestión, como si fuera una historieta para
leer mientras duermen. Uno es guionista, otro es dibujante ¿estamos?
Se levantó de la silla y fue
hasta el ventanal, miró al horizonte y, con un tono más sombrío, empezó a
entrar en confianza:
— Desde tiempos inmemoriales, en
que el caos era todo, los que hoy somos dioses fuimos evolucionando, en eso llegó
la creación del hombre y en consecuencia lo bueno y lo malo de él; así llegamos
al universo de hoy. Ahora, esto que les vengo a proponer es ínfimo para nuestro
poder, pero el asunto es que uno como creador tiene que tenerle fe a su obra y
en consecuencia obrar para que la humanidad sea artífice de sus propios sueños.
Algún día les contaré a qué viene todo esto —cerró con gesto amargo y
misterioso, casi a modo de confesión.
Antes de despedirlos, Dios se
acercó a Homero con un estuche de cuero. El pintor al abrirlo vio que era un
juego de pinceles, algo extraños para su gusto. Tenían un mango de hueso
pulido, las cerdas eran casi transparentes y brillaban. Tenían una vibra
extraña.
—Con esta herramienta vas a
poder pintar sueños, son los milenarios pinceles heredados de Ma Liang. Vas a
saber usarla con responsabilidad, ya te veo —sentenció Dios mientras le
palmeaba el hombro.
A Mario le entregó una llave:
“Esta será su oficina, pueden usarla de estudio, redacción, como más les guste,
allí tendrán todo a mano para trabajar en paz”. El joven titubeó algo así como
un “gracias”.
El llamado todopoderoso se
apartó unos pasos, contempló la obra que estaba por venir, y pensó para sí que
las cosas estaban más que bien.
—¿Y cuándo empezamos
“jefe”? —prosiguió Mario.
—Ahora mismo —cortó
en seco Dios rumbeando para la salida—, los invito formalmente al Bar del
Infierno —arremetió altisonante.
—¿Es joda? Si estamos en el
Cielo, o algo por el estilo —indagó Homero.
—La cuestión es que elegí el
nombre por un libro del escritor Dolina, habrán notado que me gusta bastante su
trabajo, quien también es amigo del Ángel Gris, ¿cómo no lo ubican? A veces
pareciera que ustedes no son quienes yo pienso que son —lanzó una furibunda
mirada sobre ambos.
Pálidos y con cara de póker, dejaron
pasar los segundos más largos de su vida. Por su parte, Dios amenizó el momento
diciendo:
—Es broma, sólo una broma. La
cuestión es que este no es cualquier bar. Se puede entrar por infinitas
puertas, tanto desde el mundo de los vivos como de los muertos. Adentro, mozos
de todas las regiones atienden a escritores, músicos, profesores, curiosos,
sabiondos y suicidas; como en el tango vieron. Muchachos, vuélvanse los
parroquianos más acérrimos de ese lugar ¿me siguen?
Un rato más tarde, el grupo adentró
por un frente esculpido en hierro, de columnas altas y techos pintados al oleo.
Mario y Homero cogoteaban a más no poder. Heráclito y Dios avanzaban con el
aire de quien convive junto a lo majestuoso; no se les movía un pelo.
Una vez en la barra, Dios
chusmeó con el encargado de turno el menú para cenar. “Sándwich de pavita, como
el del viejo Trianón”, enfatizó el hombre con guiño cómplice desde el
mostrador. El todopoderoso se hizo de una mesa con vista al Aqueronte, bañado
por la luz de la luna que con timidez se subía al firmamento; era evidente que
esa escena le despertaba aprecio.
Por su parte, el pintor y el
periodista miraban de reojo cuanto podían. La magia del lugar estaba signada
por esos chisporroteos de ideas, debates, argumentaciones y demás yerbas. Lo
que en vida no pudieron decirse cara a cara, estos hacedores de la historia
universal lo ponían sobre la mesa; ahora para el deleite de estos dos mortales.
A pocas mesas de la barra, Mario
cruzó miradas con quienes, ellos sin saber, fueron maestros sin aula de su
carrera y sus notas. Se trataba de los periodistas, escritores y humoristas
Adolfo Castelo, Dante Panzeri Andrés Cascioli, Roberto Fontanarrosa y
Osvaldo Soriano.
Mario creyó cumplir uno de los
sueños que había tenido desde que había empezado con esto de las crónicas,
notas, entrevistas y pirulos: dar con la gente que lo motivó a tomar las
redacciones como su sacerdocio. Ahora estaban frente a él, en plena acción, tal
como los recordaban sus colegas; tal como los leyó en ese libro Ni yankees ni marxistas, humoristas. Así
como en todas y cada una de las revistas Humor
Registrado, Satriricón y la lista que hacían rebasar el escritorio del
periodista.
Mirando como esas cosas que
nunca se alcanzan Mario saludó con vergüenza y se acomodó en un costado de la
mesa. La calma la simuló bastante bien mientras las palabras de agradecimiento
y agasajo le brotaban como un manantial. Por un buen rato él fue de la partida
de esos popes del periodismo a quienes tanto admiraba.
—¿Te acordás cuando en vida dije
que al Cielo le pondría canchitas y un par de bares, porque en el bar estás en
tu casa y a la vez estás balconeando la calle?, se ve que escucharon y no
quisieron ser menos, ¿viste lo que es esto? —resaltó el Negro Fontanarrosa ante
la complicidad no sólo de la mesa, sino de la sala ¿No era para menos, no?,
pensó Mario.
Tras compartir anécdotas de
otras épocas, como las tardes en el viejo café la Paz, de las redacciones
perdidas de las revistas que ellos mismos fundaron y de cómo era ser periodistas en el inframundo, se
despidieron entre cálidos saludos y la promesa de jugar un día un partido
“entre toda la barra, ahora que no nos duele nada y estamos hechos unos pibes”.
“Mandá saludos a la vuelta”, fue el encargo para Mario.
En tanto Homero había atravesado
tantos pasillos que sentía estar hace horas en el café aunque seguían apareciendo salas, repletas todas,
hasta que dio con una escena que detuvo su marcha.
La entrada estaba resguardada
por telones suaves y enigmáticos. Al entrar, el crujido de sus pasos se amenizó
por alfombras con grabados orientales. El clima era intimista. Las luces bajas
y el humo del lugar en se transformaban en una suave brisa, en otro telón
intrigante. Estaba en el sitio correcto.
Por más humareda frente a él,
Homero percibió al instante a quienes tenía a su alrededor. Allí estaban los
poetas malditos, lúgubres musas de sus noches de adolescente con intenciones de
subirse al cruel y descarado oficio de pintor, como le gustaba definir al
oficio de pibe.
Recordó una escena similar vista
hace años, el cuadro Un coin de table
de Henri Fantin-Latour. Casi idénticos en distribución estaban Paul Varlaine,
Arthur Rimbaud, León Valade, Ernest d´Hervilly, Camille Pelletan, Pierre
Elzéar, Émile Blémont y Jean Aicard.
El pintor no dejó pasar la
chance que tenía ante sí y se acercó a saludar, como quien está de vistita en
un pueblo y pasa a conocer a sus vecinos de ocasión; aunque por un instante
pensó que lo iban “a mandar a la mierda”. Sin embargo, se sorprendió ante la
amabilidad de esos atormentados escritores y poetas. Había más sorpresas: un
joven vestido con túnicas relucientes
festejaba al ritmo de los poetas e introdujo:
—El gusto es mío
Homero, soy Dionisio, dios griego del vino. Cuando nos volvamos a ver llegarán
consecuencias para tu vida.
Homero, que era reacio, gustó de
la ocurrencia pero por dentro tiritó ante la advertencia. Luego, se despidió de
Dionisio y los poetas.
—¡Hay que ver! ¡Cuántos amores espléndidos he soñado! ¡Por tantos
otros sueños que salgan de tu mano! —dejó Rimbaud como bendición
mientras los demás parroquianos de la mesa levantaban sus copas.
Tras la marcha del pintor, llegó
un mozo con una bandeja llena de opio “para armarse una ronda”, como bromeaban
los artistas. Entre los pasillos del bar, Homero se sentía desenvuelto, alegre;
tenía los buenos augurios del poeta y encima sobre su mano, karma y depresión
del último tiempo.
Pasado el rato, Homero y Mario
se reencontraron. Había tanta tela para cortar ahí que la felicidad estaba
signada sencillamente en dar con la gente que los inspiró a ser lo que eran
hoy.
Y hablando de inicios y finales,
en eso Dios se les acercó, los sentó en una mesa con vista al paraíso y
emprendió una última recomendación:
—Algún día les contaré una
historia de dos amigos que quedó trunca, pero ahora, vengo para darles mi mejor
deseo por esto que comienza, háganlo como si fuera destinado a su mejor amigo,
¿me siguen? Que la confianza sea la cuestión central de su obra, crean en ella,
sé por qué se los digo.
—¿Qué pasa Dios?, te estás
poniendo sentimental desde temprano, mirá que todavía no nos trajeron los
cafés, menos aún el whisky —bramó con gracia Homero.
El todopoderoso festejó la ocurrencia. El resto de la velada fue
distendida e intimista; de a poco iban conociendo a un Dios menos ceremonioso y
más compinche. En eso, exclamaron enfáticos Homero y Mario:
—¡Salud por lo que empieza!
**
—Somos gente grande, no es
necesario que se pongan así —intentaba calmar los ánimos Heráclito— Les pido
por favor que no abran la boca, se entera Dios y me pone de patitas en el
infierno sin aire acondicionado.
Al día siguiente de haber
brindado con Dios, el Enviado Divino les aclaraba un poco de todo esa maraña.
Entonces, Mario arremetió:
—Estamos metidos los tres en
esta así que mejor contá cómo fue que diste con nosotros y por qué Dios piensa
que somos amigos del Ángel Gris de Flores.
—Es que me pidió que
seleccionara a los más refinados artistas y me resaltó que quería “lo mejor de
la raza humana” y… bueno, y acá estamos.
No conformes, ambos lanzaron
miradas de hielo para que Heráclito terminara la idea, quien al final,
acorralado, confesó:
—Y yo, y yo…me colgué
—balbuceó—. Pasa que en mis últimas vidas, desde la edad de bronce más o menos,
tuve algunos “altercados”; a ver, fui el ángel de la guarda
del heredero del trono austro-húngaro, el archiduque Francisco
Fernando de Habsburgo, lo deben conocer por libros de historia, con su
asesinato se desencadenó la primera guerra mundial. Pavadas vieron. También fui
escudero, presidente, pero son cositas que no vienen al caso. Dios me dijo que
si me redimía ayudándolo con esto de los sueños me salvaba. Somos gente grande,
¿nos entendemos?
—Ahora entiendo un
poco las cosas, de todas formas ya estamos en el baile y no creo que le moleste
tanto, sino ya hubiera lanzado toda su ira contra nosotros —analizó el pintor.
El sonido estrepitoso del
teléfono arruinó ese intento de calma en el ambiente. Los tres miraron en todas
direcciones, no sabían de dónde venía el chirrido hasta que advirtieron la intensidad
del sonido desde el armario. Homero se adelantó y lo abrió, no sin antes putear
y exclamar:
—¿Qué onda? ¿Acá tienen teléfonos
en todos lados? ¿Cuánto les viene a fin de mes? —se indignó el pintor y tomó el
tubo con rapidez— ¿Hola? ¿Quién es?
—Yo, Dios, los estoy mirando que
están dele cuchichear con Heráclito. Quería saber si todo estaba en orden, no
vaya a ser que me estén ocultando algo, ¿no? —se oyó como advertencia divina
del otro lado de la línea.
—Na´ que ver, Dios, casi que nos
conocemos de toda una vida, cómo te vamos a estar caminando, justamente a vos
—temblaba como una hoja sacudida por el viento— despreocúpate.
El pintor pudo apreciar otra voz
junto a la del todopoderoso, oyó algo así como un reto:
—Tenés que bajar tu paranoia, es
una conducta que refleja tu clara y enorme inseguridad, así en estas
condiciones se te va a hacer cuesta arriba estar a cargo del Cosmos.
—Esperá Freud, que quedó el
teléfono descolgado, ahora sí, me decías que…
Entonces el berrinche que hizo el teléfono descolgado le impidió
enterarse el remate de la charla. Mientras todo eso ocurría, Mario y Heráclito
miraban al pintor con cara de perro mojado. Homero quedó mirando al horizonte
pensativo, mientras las nubes ajenas a todo drama humano y divino seguían su
danza armoniosa, para sólo arremeter con una pregunta retórica:
—Dios se psicoanaliza, no lo
puedo creer, ¿cuántos años de terapia tomaría asimilar todo esto?
Se miraron con cara de “ni idea”
pero, a fin de cuentas, respiraron aliviados: la salud mental de Dios estaba,
dentro de todo, en buenas manos y con eso, su “secreto” podía prevalecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario