CAPITULO 3 EL PIBE QUE QUERÍA AYUDAR
Ahí comprendió todo. Esas frases sueltas, ahora pequeños naufragios que volvían del olvido, habían surtido efecto. Gabriel sintió unas renovadas ganas de apostar por lo que desde chico había heredado de su abuelo, las ganas de ayudar a los demás.
De un instante a otro, el futuro se iba a saber. Como en un
recital, había adrenalina, nervios, movimiento. Gabriel estaba junto a sus
amigos militantes en el bunker. Hacer el aguante, cantar fuerte y no bajar los
brazos eran las consignas en esos minutos de definición.
La elección porteña iba a definir el mando capitalino de los
siguientes años. Había más. Como la política potencia siempre los datos duros,
si su candidato quedaba bien plantado en la opinión pública, tenían con que
presentarse dentro de unos meses a nivel nacional.
Los acuerdos y desacuerdos de último momento hechos por la
cúpula del partido habían inspirado desconfianza en las bases pero también
estaba el buen augurio de las encuestas previas. Los ánimos militantes estaban
con una de cal y una de arena.
Entre los expectantes estaba Gabriel, quien quería mostrarse
a él y a su entorno que “mejorar la realidad iniciaba por emprender el camino
correcto, con la energía necesaria”.
Sin embargo, el resultado fue intenso e inesperado, como un
baldazo de agua fría: el boca de urna refutaba sus encuestas y pasaban así del
ansiado segundo puesto —ballotage incluido— al tercer lugar. En el bunker,
militantes y referentes respondieron a vivo murmullo, como si la derrota no
pudiera ser dicha en voz alta.
Gabriel suspiró, volvió la mirada a Jorge y Alejandra, sus
compañeros. Ambos vieron que a través de esas dos pupilas color café se narraba
algo parecido a la decepción. Él, que tanto había profetizado sobre el valor de
emprender un nuevo camino, ahora no encontraba respuestas sobre cómo seguir.
Algo empezaba a desmoronarse.
Los “compas”del partido vieron a Gabriel como el gran decepcionado
de la jornada. ¿Por qué? bastaba repasar cómo llegó hasta ese bunker, ahora
deshilachado de esperanza: hijo intermedio de la familia Ferreira. Se crió bajo
los mandatos de la clase media post 2001, es decir, una mezcla de supervivencia
con miras de un continuo progreso.
En esta línea, tuvo siempre iniciativa por lo que,
aprovechando la facilidad en matemáticas, una vez que tuvo la última nota en su
boletín secundario, recaló en la facultad de Economía; se venía el hombre de
números, balances y moneditas de cinco centavos.
La otra pata fuerte en la identidad del joven la pulió su
abuelo con las historias pueblerinas sobre la camaradería que había entre
colegas en las fábricas de mitad del siglo pasado. Así creó un imaginario de
solidaridad.
La incursión en la militancia fue el camino concreto para ese
ansiado cambio, es decir, implementarla en su realidad. La misma llegó a su
vida cuando un compañero le contó del trabajo social que hacía con otros
“cumpas” en villas y suburbios, le pintó un panorama de crecimiento y alegría
que contagió al joven Gabriel. “Acá está el camino”, pensó aquella vez.
Ahora, en la
puerta del local partidario se le hacía imposible precisar dónde empezaba la
rotonda de esta senda.
Para peor, esa noche casi ni durmió, sólo dio vueltas y
maldijo un poco. En consecuencia, al día siguiente en la oficina donde
trabajaba, la ironía harto pronunciada eran las ojeras de carbón del joven.
Encima, en ese primer piso del palacio Barolo, a falta de trabajo demandante,
las charlas de escritorio a escritorio se dieron de forma espontanea. Luego la siguieron en el
horario de almuerzo. Allí, Gabriel intentó distenderse y en eso llegó la
tentación:
—Largá todo eso de la política esa que hacen con los zurdos
esos —le reprochó sin vueltas Ramón, el cuarentón del piso de contabilidad.
El consejo poco diplomático de Ramón caló hondo en los
pensamientos de Gabriel. Lo enganchó en un momento de duda, de bronca en el que
buscaba revancha. De vuelta a casa, mientras medio centro porteño se agolpaba en
las puertas del subte, el joven sintió urgente resolver la cuestión y
sincerarse. “Mando la militancia a la mierda”, cerró la reflexión bajo tierra.
Las semanas siguientes las noticias en los medios y redes
sociales se hicieron eco del nuevo horizonte político en la Ciudad. En ese mar
de argumentaciones y movimientos de tablero en “el arte de lo posible”, Gabriel
no hacía pie. Es más, los titulares sobre rupturas internas y caprichos fueron
la antesala de lo peor: el partido decidió ir a elecciones presidenciales con
un candidato desconocido.
Esa decisión desacertada sonó a punto final para Gabriel. Le
quedó por delante hablar y ser sincero “con los suyos”; no quería dejar dudas
ni asuntos pendientes. Luego de tanto esfuerzo quería cerrar bien esta etapa de
su vida. La bronca era contra los “otros”, los de arriba.
¿Qué iba a hacer de ahí en adelante, con el camino y el
cambio? No lo sabía, por lo pronto, con la espalda más libre de
responsabilidades, podía dedicarse de lleno a recibirse. Estiró dos años la
carrera por patear exámenes y materias para dedicarle tiempo a militar.
Casi una semana después de charlar con Ramón sobre el tema,
el joven encaró a su compañero. Las palabras proféticas de Ramón tenían que
tener un nuevo capítulo. Quería una palabra, según él, autorizada.
—¿Tenés un minuto? —introdujo con algo de timidez en el
horario del almuerzo.
—Sí, decime, ¿pasa algo? —contestó dejando los números y
planillas, entendiendo el tono con que era interpelado.
—¿Te acordás lo que me habías dicho sobre la militancia la
otra vez? Bueno, la cuestión es que mandé todo a la mierda —lanzó contundente y
algo culposo Gabriel.
—No me digas. Y sí, se vienen las elecciones, después los
candidatos políticos eligen a dedo, vos te rompiste el culo y los tipos en una
mesa chica cierran todo mal; te entiendo —analizó—, de todas formas tomémonos
un café a la salida y lo vemos mejor.
El joven se extraño. Mucha amabilidad de golpe. Entendió ahí
que este tema lo ponía sensible. Sin embargo, lo que encontró en ese café de la
calle Piedras fue más que una charla rústica sobre política, coyuntura y
recuerdos. Más bien, dio con una historia de vida con la cual se sintió identificado;
que no era poco en ese momento. Ahí el peso de las palabras de Ramón tomaron
otro valor.
—Mirá, hace años que laburás en la empresa, vos me has dicho
que por el tema de la militancia y el tiempo que le ponías te atrasaste en la
carrera; aparte, con lo que pasó, no era novedad que un par se iban a pudrir e
iban a dar el portazo —introdujo Ramón.
—Y sí, pasa que es mucho sacrificio, ves lo que hicieron
“ellos” con tu esfuerzo y te querés morir —asintió el aspirante a economista.
—Por mi edad, cuando era un poco más chico que vos, viví la
vuelta de la democracia. Como ahora, estar en la calle, militando, haciendo
cosas por el vecino era lo que marcaba el pulso de gran parte de la juventud.
Tuvimos que poner el lomo y muchos también sentimos lo mismo que estás pasando
vos ahora, por eso te venía siguiendo los pasos pero no te quería sermonear de
prepo, pero veo que te me adelantaste —bromeó para aligerar la cruda reflexión,
a esta altura su plato principal.
El mozo llegó y les preguntó qué iban a tomar. El clima
intimista se rompió por un instante. Pero a su vez, Gabriel tuvo aire para
asimilar lo que le estaba intentando transmitir.
—Y contame, más o menos, cómo fue tu experiencia —se iba
animando de a poco Gabriel a indagar a su compañero de oficina.
—Mirá, arranqué muy de joven. Se estaba por salir de la puta
dictadura, había una sensación de cambio, no se sabía muy bien qué, yo toda mi
vida viví en Barracas, ahí a través de mi hermano mayor di con organizaciones
del barrio, vecinos que se juntaban a hacer juegos los fines de semana con los
pibes de la zona. Me marcó, pensá que era una época más familiera a pesar de
todo, pero eso de tomarme en serio un compromiso me empezaba a gustar. Después
vino la elección y con ella se vino una nueva forma de ver las cosas. La gente
cree que la patria grande se hace con sacrificios ajenos —frunció el ceño y
continúo—, así no vas a ningún lado, viste, por eso hubo tanta gente que se
puso la democracia recién nacida al hombro.
Gabriel miraba atónito, quería poner imágenes a las palabras
que oscilaban entre el manual de historia y el anecdotario personal; buscando
también hacer un paralelismo con su propia vida.
A pocas mesas, Mario cogoteaba con poco disimulo intentando
seguir la charla de Ramón y Gabriel, quienes pasaban de momentos tensos a
guiños cómplices.
Junto a él, Homero y Heráclito sucumbían ante la leve brisa del
aire acondicionado mientras apreciaban un partido de tenis en el plasma mudo
que colgaba sobre el costado de la barra.
—Mozo, ¿quiénes juegan? —consultó el Enviado Divino, aunque
no hubo respuesta; los mozos del centro tienen su mística, pero no son una
enciclopedia.
Heráclito bufó y pasó a otro tema: sacó de su bolso una
edición de La Divina Comedia, de Dante. Con tono dubitativo le introdujo a
Mario:
—¿Este era el coso que me pediste?
—Genial —afirmó el joven periodista— Mejor todavía, este
tiene las ilustraciones de Gustave Dore, son lo más.
Luego de revisar, encontró la parte que quería: El octavo
círculo que recorrieron Virgilio y el poeta italiano. “Acá está parte de la
clave del sueño”, sumó el joven. La tarea fina iba concretándose de a poco.
—Tomá, ponele esto así lo lee de una
—Heráclito sugirió mientras tiraba sobre el libro un señalador—, esta frase me
pediste que le ponga, ¿no?
Mario asintió con la cabeza y entonces prosiguió la
estrategia onírica en esa mesa de café.
—¿Y después? —interrumpió Gabriel acerca de cómo se
desencantó él. La ansiedad por ver cómo podía seguir su propio caso le tendió
una mala pasada.
Ramón miró con reproche. Se inclinó hacia atrás, tomó aire y
apretando la mandíbula dijo: “Los pibes ahora vienen cada vez más apurados y se
olvidan en el camino la mitad de las cosas”. Suspiró, y volvió a encarar el
tema con más ánimo y gracia:
—Me pasó lo mismo que a vos, después de un tiempo decae si no
hay retroalimentación, si no ves un horizonte claro. Pensá todo lo que pasó después.
Fueron tiempos jodidos mientras la vida democrática se acomodaba. Pero cuando
fue necesario, salimos a la calle. Cuando hubo que repudiar los intentos de
desestabilizar, ahí fuimos. Pero eso no cambiaba las cosas. Opté por irme. El
tema es, repasando añares después, que yo le di un corte abrupto.
Ramón, sumergido por los recuerdos quiso poner freno a esa
catarata de emociones que volvían de a poco sobre la mesa de café. Buscó la
ventana. Anochecía, los laburantes de la zona empezaban el éxodo copando las
veredas. Con esa excusa, apuró el paso. Desarmó la reunión de improviso; no
quería recordar tanto de golpe.
—Dale, yo también me tengo que ir así que pagamos y vamos,
esperá que voy al baño —añadió Gabriel en su inocencia, sin comprender el peso
de los recuerdos de Ramón.
En eso, se zambulleron en la mesa Heráclito y Mario. El
Enviado Divino explicó la situación: “Queda en vos creer o no, acá con mi amigo
tenemos la forma de ayudar al pibe ese, tomá, vos dale esto y ni una palabra de
que estuvimos, ¿estamos?”.
Con semejantes modales, surtió efecto y logró que el hombre
de cuarenta y tantos les preste atención.
Mientras, Gabriel en el baño se topó con Homero, quien hacía
de campana. Por esas cosas que da tener a mano la vida y obra de una persona
junto a la caradurez del pintor, de la nada, empezó a sacarle charla.
Con este festín de minutos ganados por Homero, Heráclito sacó
de su bolso el libro del Dante. Esa era la clave del próximo sueño del
afortunado Gabriel, y Ramón la tenía entre sus manos para que su “discípulo” de
oficina no cometiera el mismo error de tirar todo por la borda sin mirar atrás.
Con el trío custodiando como telón de fondo, Ramón le
“regaló”, sin poner un peso, el libro La
divina Comedia a Gabriel.
—Esto es para vos, tenelo como lectura de cabecera porque es
un libro que…bueno… fundamental y también te va servir de guía en este momento
difícil —improvisó poco inspirado pero con mucho sentimiento.
En la puerta del café de la calle Piedras ambos tomaron
rumbos opuestos. En el subte, mientras esperaba en el andén, Gabriel sacó el
libro de su morral y empezó a repasar los grabados. De chico, sus viejos le
contaban historias antes de dormir junto a su abuelo, quien le inculcó el amor
por las historias de aventura.
Llegado a su casa, apenas comió. Ya acostado, la figura del
Dante avanzaba a paso firme sobre la imaginación del joven. Esos senderos
hostiles, esos personajes torturados, en medio Dante y Virgilio se
manifestaban, a la vez que la pluma de Dore de tanto en tanto decía presente.
Un espectáculo nocturno comparable a un cielo estrellado refulgía en las
narices del joven.
El periplo empezaba a darle lugar al cansancio. Los párpados
pesaban como las penas de los condenados en la narración de Dante. Poco antes
de cerrar el libro, Gabriel advirtió el separador: “Seguro lo puso Ramón”,
pensó. Se adelantó, antes vio la frase impresa, la leyó. Se le hizo familiar,
pero no se esforzó en recordar por qué. Se metió de lleno en la lectura del
capítulo en cuestión.
Pasada la medianoche, había leído entero el canto 13,
subrayando con delicadeza, él crecía,
por Ramón. El cansancio llamaba a la puerta. Dejó las aventuras de
Dante, Virgilio y los Gigantes castigados por su ambición a un lado, en la mesa
de luz. Se acomodó y Gabriel cedió al sueño tras las innumerables vueltas. El
cuerpo se aflojaba, se hundía en el colchón. El silencio y la oscuridad ganaban
todo alrededor.
Atentos a los movimientos del joven, del otro lado de la
ventana el pintor y el periodista esperaban ansiosos para entrar en acción. Los
escoltaba Morfeo, dios del sueño, quien sostenía un candelabro divino. Gracias
a esta herramienta, Homero y Mario podían hacer su trabajo mientras la vigilia
de Gabriel lo sumergía en el relato que ambos estaban por pintar.
De pronto, sin saber
por qué, Gabriel se vio caminando en la misma oscuridad con la que había
despedido su habitación. Un cielo inmenso, negro, sin estrellas. Un horizonte
que parecía una ilusión. Al instante, relacionó esa sensación con la Malebolgia
narrada en la Divina Comedia: “Menos que noche y menos que día”.
En medio de las
tinieblas trató de avanzar, a pesar de lo brumoso del ambiente. Luego, oyó
pasos; una figura espectral estaba acechando cada vez más cerca canturreando
con una voz familiar hasta que de pronto chocaron espaldas.
—¿Dónde estabas?
—reprochó el hombre misterioso que se dio a conocer como El Dante.
Algo estaba mal en ese
peregrinar de sombras, a diferencia de la aguileña nariz con la que se
inmortalizó al italiano de los versos divinos, estaba el rostro familiar de
Ramón, su compañero de todos los días, un poco difuso, un poco misterioso,
coronado con laureles y vestido de túnica roja. Gabriel corría con la misma
suerte de vestuario: lienzos oscuros con una pequeña corona, tal como las lucía
Virgilio en el poema dantesco. Repuesto del reproche de Ramón-Dante avanzaron
escoltados por la bruma infinita.
—Traición, traición
Gabriel es lo que asoman los gigantes, no te fíes, no te fíes. Rebeldía,
soberbia… es menester que sigas otra ruta —advirtió el condensado Alighieri—.
Ellos decidieron por vos —bramaba mientras señalaba al horizonte y le advertía
de la presencia de los “gigantes”—, ellos fracasaron en nombre de todos y ahora
yacen inertes como torres condenadas a ser ignoradas; alma tontas, alma
confusas.
—¿Qué? ¿Estos no son de
la mitología, los que perdieron contra
Zeus? ¿De qué traición me hablás? —ofuscado, preguntó Gabriel.
Siguieron la marcha guiados por el
sonido de un pequeño río que se abría en la negra inmensidad. De repente, un halo de luz rompió el misterio. Un hombre
en un pequeño velero les advirtió: “Me dirijo a Lilliput, el país de los
gigantes para salvar a su gente”.
Dante-Ramón explicó que
estaban en el Octavo Círculo del Infierno e iban en busca de los hombres
pequeños para salvar “al pueblo”. Mientras estas dos figuras discutían, Gabriel
vio en el navegante algo familiar, quien sólo le dirigió un rotundo “No hay
tiempo que perder”.
Apenas terminó la
frase, la tierra empezó a temblar. Los gigantes que sobresalían desde el
horizonte empezaron a insultarse en lenguas extrañas. El silencio magistral se
rompió con el quejido de cientos de almas que empezaron a correr chocando a
Gabriel, Dante-Ramón y al navegante.
Entonces, los enormes
cuerpos empezaron a pelear. Por la torpeza de sus movimientos, se resbalaron y
cayeron cerca de la orilla, levantando una ola gigantesca. El agua torrentosa
se acercaba a la barca donde estaba el trío. El impacto de las aguas casi tira
del navío a Gabriel.
—Tranquilo chiquilín,
que todo va a estar bien —lanzó el navegante, despertando en el joven otra vez
la sensación de familiaridad.
El viaje hasta ese
recóndito pueblo fue casi interminable. Abandonaron el Octavo Círculo del
Infierno a través de un arrollo secreto. Gabriel recordaba uno similar, que
quedaba a escasos kilómetros de donde vivía su abuelo.
Las aguas ya estaban
más calmas cuando el navegante dijo: “Llegamos al pueblo de Lilliput para
salvar a su gente”. Entonces, con la barca amarrada a una gran piedra, los tres
descendieron. El sol picaba y Gabriel empezaba a sentir el calor de manera
abrazadora. Las tinieblas ya eran solo un mal recuerdo de aquellas almas
huyendo de los gigantes.
Camino al pueblo tan
esperado se les cruzaron todo tipo de personajes. Varias carretas con frutas,
quesos y demás comestibles. Hombres con herramientas al hombro o cañas para
pescar en el arroyo.
No pudo precisar
Gabriel en qué momento, el navegante cambió su vestimenta por una camisa
arremangada, bombacha de campo y unas alpargatas embarradas. Ahora estaban
rodeados de casas bajas, pintadas de cal o con ladrillos al aire. Las calles de
tierra empezaban a levantar un polvo abrasador. Las túnicas del Dante estaban
perdiendo brillo.
Por la esquina pasó un
grupo de niños corriendo a toda velocidad. Uno de ellos resbaló y aterrizó a
toda marcha al borde del cordón. Empezó a llorar hasta que uno de los pequeños
se le acercó y lo ayudó a levantarse. Ese chico, al igual que Gulliver
campechano, tenían algo en común que no podía dilucidar por la bruma que aún
celosa lo rodeaba.
Dante-Ramón
lo distrajo de aquel paisaje: “Como cruzas las tinieblas demasiado a lo lejos,
te sucede que en el imaginar estás errado… porque Mucha gente pequeña, en
lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas…”.
—¡¿Boludo qué hacés?! —enfurecido vociferó Homero contra
Mario, quien casi cayó al vacío al perder el equilibrio.
Por la maniobra que tuvo que hacer Morfeo para que no
cayeran, golpeó la ventana de forma tal que Gabriel se levantó pegando un salto
de alarma. Corrió la cortina pero sólo pudo ver el horizonte de hormigón que
cubría la ciudad. Un baño de luna llegaba a perfilar las terrazas, esquinas y
demás rincones de su barrio.
Creía recordar todo, o casi todo del sueño. Lo más fuerte que
quedaba en su memoria era la visión lejana de un pueblo que sabía conocido.
Estaba confuso pero aliviado, como si alguien desde algún lado le hubiera dado
el consejo que estaba esperando escuchar.
A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar volvió a hojear
el Dante y los grabados de Daré hasta dar con el señalador. Ahí estaba la
respuesta: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas,
puede cambiar el mundo”.
Esta frase célebre junto al pasaje de tierra y campesinos
trabajando impresa en el señalador le hizo recordar de a poco la hazaña onírica.
Desayudando pudo recordar otro poco. La palabra “chiquilín”, “Lilliput”,
“alpargatas embarradas”, eran retazos de un lienzo lleno de sabiduría que se
escurría en sus dedos como arena.
Se le prendió la lamparita en medio de tanta oscuridad. Fue
hasta su habitación nuevamente. Apoyó sus manos en la biblioteca, esquivó
revistas viejas y muchos, pero muchos, apuntes de facultad hasta dar con “Los
viajes de Gulliver”. El olor a libro viejo lo sorprendió mientras buscaba la
dedicatoria que le había hecho su abuelo, uno de los tesoros que resguardaba
con más esfuerzo:
“Chiquilín, cuando pierdas las
fuerzas de luchar, buscá en lo que te dé bienestar y felicidad, pero por nada
del mundo escuches a los soberbios, porque su gigantesco egoísmo los va a hacer
caer, los hombres de trabajo, como quiero que vos seas, van a abrazarse los
unos a los otros y van a poder cambiar el mundo. Tuyo siempre el abuelo
Manuel”.
Ahí comprendió todo. Esas frases sueltas, ahora pequeños naufragios que volvían del olvido, habían surtido efecto. Gabriel sintió unas renovadas ganas de apostar por lo que desde chico había heredado de su abuelo, las ganas de ayudar a los demás.
Al llegar al trabajo lo primero que hizo fue ir hasta el
escritorio de Ramón:
—Gracias, la charla de ayer y el regalo, ahora está todo más
claro.
—Bueno, ojala que te hayas aclarado y que, bueno, lo que te
conté te sirva para que no cometas los mismos errores —lo palmeó en el hombro
en forma de bendición—. Así que ahora, aparte de informarme lo que hacés con
números y cobros, tenés que decirme cómo avanza esta nueva etapa; no hay tiempo
que perder, pibe.
Terminado su turno de trabajo, esquivó el after office con sus compañeros. “La
dejamos para mañana”, se excusó. Mientras Ramón y los otros se iban, Gabriel
agarró el teléfono y por largo rato no lo soltó. “Dale, en un rato te veo
entonces, bárbaro”, se despidió el joven.
Parque Lezama estaba soleado esa tarde. Gabriel aguardaba
sobre las escalinatas del gigantesco anfiteatro. Minutos después de la hora
acordada, levantó la vista y apreció a Jorge y Alejandra. Ella tomó la
iniciativa y bromeó:
—Bueno, después de la elección pensamos todos que te ibas a
la mierda; por lo menos no te perdimos del todo.
—Lo medité con la almohada, ahora hay más ganas todavía, es
sólo un cambio de planes –retrucó el joven.
Ambos miraron a Gabriel con simpatía, en eso Jorge sacó de su
bolsillo una tarjeta y añadió:
—Bárbaro que nos vas a dar una mano
para hacer proyectos de ley, es fundamental y vos que la tenés clara con los
números nos viene al pelo; cuadros técnicos que le dicen. Todo eso mientras te
sumás al voluntariado de educación en el bachillerato popular de La Boca es
toda una odisea; pero si de ganas se trata…
—Dar una mano desde lo que sé me da la satisfacción de
contribuir a lo que creo, ya saben “mucha gente pequeña, en lugares pequeños,
haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo” —lanzó Gabriel sonriente.
—Bienvenido de vuelta entonces
—sostuvo Alejandra con la mirada cómplice de Jorge.
La tarde caía y todavía estaban los tres ahí, hablando,
riendo, emprendiendo, como si el hecho de compartir un proyecto los hermanara
en un largo camino, que para Gabriel volvía a empezar.
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