martes, 23 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 3


CAPITULO 3 EL PIBE QUE QUERÍA AYUDAR

De un instante a otro, el futuro se iba a saber. Como en un recital, había adrenalina, nervios, movimiento. Gabriel estaba junto a sus amigos militantes en el bunker. Hacer el aguante, cantar fuerte y no bajar los brazos eran las consignas en esos minutos de definición.
La elección porteña iba a definir el mando capitalino de los siguientes años. Había más. Como la política potencia siempre los datos duros, si su candidato quedaba bien plantado en la opinión pública, tenían con que presentarse dentro de unos meses a nivel nacional.
Los acuerdos y desacuerdos de último momento hechos por la cúpula del partido habían inspirado desconfianza en las bases pero también estaba el buen augurio de las encuestas previas. Los ánimos militantes estaban con una de cal y una de arena.
Entre los expectantes estaba Gabriel, quien quería mostrarse a él y a su entorno que “mejorar la realidad iniciaba por emprender el camino correcto, con la energía necesaria”.
Sin embargo, el resultado fue intenso e inesperado, como un baldazo de agua fría: el boca de urna refutaba sus encuestas y pasaban así del ansiado segundo puesto —ballotage incluido— al tercer lugar. En el bunker, militantes y referentes respondieron a vivo murmullo, como si la derrota no pudiera ser dicha en voz alta.
Gabriel suspiró, volvió la mirada a Jorge y Alejandra, sus compañeros. Ambos vieron que a través de esas dos pupilas color café se narraba algo parecido a la decepción. Él, que tanto había profetizado sobre el valor de emprender un nuevo camino, ahora no encontraba respuestas sobre cómo seguir. Algo empezaba a desmoronarse.
Los “compas”del partido vieron a Gabriel como el gran decepcionado de la jornada. ¿Por qué? bastaba repasar cómo llegó hasta ese bunker, ahora deshilachado de esperanza: hijo intermedio de la familia Ferreira. Se crió bajo los mandatos de la clase media post 2001, es decir, una mezcla de supervivencia con miras de un continuo progreso.
En esta línea, tuvo siempre iniciativa por lo que, aprovechando la facilidad en matemáticas, una vez que tuvo la última nota en su boletín secundario, recaló en la facultad de Economía; se venía el hombre de números, balances y moneditas de cinco centavos.
La otra pata fuerte en la identidad del joven la pulió su abuelo con las historias pueblerinas sobre la camaradería que había entre colegas en las fábricas de mitad del siglo pasado. Así creó un imaginario de solidaridad.
La incursión en la militancia fue el camino concreto para ese ansiado cambio, es decir, implementarla en su realidad. La misma llegó a su vida cuando un compañero le contó del trabajo social que hacía con otros “cumpas” en villas y suburbios, le pintó un panorama de crecimiento y alegría que contagió al joven Gabriel. “Acá está el camino”, pensó aquella vez.

Ahora, en la puerta del local partidario se le hacía imposible precisar dónde empezaba la rotonda de esta senda.
Para peor, esa noche casi ni durmió, sólo dio vueltas y maldijo un poco. En consecuencia, al día siguiente en la oficina donde trabajaba, la ironía harto pronunciada eran las ojeras de carbón del joven. Encima, en ese primer piso del palacio Barolo, a falta de trabajo demandante, las charlas de escritorio a escritorio se dieron  de forma espontanea. Luego la siguieron en el horario de almuerzo. Allí, Gabriel intentó distenderse y en eso llegó la tentación:
—Largá todo eso de la política esa que hacen con los zurdos esos —le reprochó sin vueltas Ramón, el cuarentón del piso de contabilidad.
El consejo poco diplomático de Ramón caló hondo en los pensamientos de Gabriel. Lo enganchó en un momento de duda, de bronca en el que buscaba revancha. De vuelta a casa, mientras medio centro porteño se agolpaba en las puertas del subte, el joven sintió urgente resolver la cuestión y sincerarse. “Mando la militancia a la mierda”, cerró la reflexión bajo tierra.
Las semanas siguientes las noticias en los medios y redes sociales se hicieron eco del nuevo horizonte político en la Ciudad. En ese mar de argumentaciones y movimientos de tablero en “el arte de lo posible”, Gabriel no hacía pie. Es más, los titulares sobre rupturas internas y caprichos fueron la antesala de lo peor: el partido decidió ir a elecciones presidenciales con un candidato desconocido.
Esa decisión desacertada sonó a punto final para Gabriel. Le quedó por delante hablar y ser sincero “con los suyos”; no quería dejar dudas ni asuntos pendientes. Luego de tanto esfuerzo quería cerrar bien esta etapa de su vida. La bronca era contra los “otros”, los de arriba.
¿Qué iba a hacer de ahí en adelante, con el camino y el cambio? No lo sabía, por lo pronto, con la espalda más libre de responsabilidades, podía dedicarse de lleno a recibirse. Estiró dos años la carrera por patear exámenes y materias para dedicarle tiempo a militar.
Casi una semana después de charlar con Ramón sobre el tema, el joven encaró a su compañero. Las palabras proféticas de Ramón tenían que tener un nuevo capítulo. Quería una palabra, según él, autorizada.
—¿Tenés un minuto? —introdujo con algo de timidez en el horario del almuerzo.
—Sí, decime, ¿pasa algo? —contestó dejando los números y planillas, entendiendo el tono con que era interpelado.
—¿Te acordás lo que me habías dicho sobre la militancia la otra vez? Bueno, la cuestión es que mandé todo a la mierda —lanzó contundente y algo culposo Gabriel.
—No me digas. Y sí, se vienen las elecciones, después los candidatos políticos eligen a dedo, vos te rompiste el culo y los tipos en una mesa chica cierran todo mal; te entiendo —analizó—, de todas formas tomémonos un café a la salida y lo vemos mejor.
El joven se extraño. Mucha amabilidad de golpe. Entendió ahí que este tema lo ponía sensible. Sin embargo, lo que encontró en ese café de la calle Piedras fue más que una charla rústica sobre política, coyuntura y recuerdos. Más bien, dio con una historia de vida con la cual se sintió identificado; que no era poco en ese momento. Ahí el peso de las palabras de Ramón tomaron otro valor.
—Mirá, hace años que laburás en la empresa, vos me has dicho que por el tema de la militancia y el tiempo que le ponías te atrasaste en la carrera; aparte, con lo que pasó, no era novedad que un par se iban a pudrir e iban a dar el portazo —introdujo Ramón.
—Y sí, pasa que es mucho sacrificio, ves lo que hicieron “ellos” con tu esfuerzo y te querés morir —asintió el aspirante a economista.
—Por mi edad, cuando era un poco más chico que vos, viví la vuelta de la democracia. Como ahora, estar en la calle, militando, haciendo cosas por el vecino era lo que marcaba el pulso de gran parte de la juventud. Tuvimos que poner el lomo y muchos también sentimos lo mismo que estás pasando vos ahora, por eso te venía siguiendo los pasos pero no te quería sermonear de prepo, pero veo que te me adelantaste —bromeó para aligerar la cruda reflexión, a esta altura su plato principal.
El mozo llegó y les preguntó qué iban a tomar. El clima intimista se rompió por un instante. Pero a su vez, Gabriel tuvo aire para asimilar lo que le estaba intentando transmitir.
—Y contame, más o menos, cómo fue tu experiencia —se iba animando de a poco Gabriel a indagar a su compañero de oficina.
—Mirá, arranqué muy de joven. Se estaba por salir de la puta dictadura, había una sensación de cambio, no se sabía muy bien qué, yo toda mi vida viví en Barracas, ahí a través de mi hermano mayor di con organizaciones del barrio, vecinos que se juntaban a hacer juegos los fines de semana con los pibes de la zona. Me marcó, pensá que era una época más familiera a pesar de todo, pero eso de tomarme en serio un compromiso me empezaba a gustar. Después vino la elección y con ella se vino una nueva forma de ver las cosas. La gente cree que la patria grande se hace con sacrificios ajenos —frunció el ceño y continúo—, así no vas a ningún lado, viste, por eso hubo tanta gente que se puso la democracia recién nacida al hombro.
Gabriel miraba atónito, quería poner imágenes a las palabras que oscilaban entre el manual de historia y el anecdotario personal; buscando también hacer un paralelismo con su propia vida.
A pocas mesas, Mario cogoteaba con poco disimulo intentando seguir la charla de Ramón y Gabriel, quienes pasaban de momentos tensos a guiños cómplices.
Junto a él, Homero y Heráclito sucumbían ante la leve brisa del aire acondicionado mientras apreciaban un partido de tenis en el plasma mudo que colgaba sobre el costado de la barra.
—Mozo, ¿quiénes juegan? —consultó el Enviado Divino, aunque no hubo respuesta; los mozos del centro tienen su mística, pero no son una enciclopedia.
Heráclito bufó y pasó a otro tema: sacó de su bolso una edición de La Divina Comedia, de Dante. Con tono dubitativo le introdujo a Mario:
—¿Este era el coso que me pediste?
—Genial —afirmó el joven periodista— Mejor todavía, este tiene las ilustraciones de Gustave Dore, son lo más.
Luego de revisar, encontró la parte que quería: El octavo círculo que recorrieron Virgilio y el poeta italiano. “Acá está parte de la clave del sueño”, sumó el joven. La tarea fina iba concretándose de a poco.
            —Tomá, ponele esto así lo lee de una —Heráclito sugirió mientras tiraba sobre el libro un señalador—, esta frase me pediste que le ponga, ¿no?
Mario asintió con la cabeza y entonces prosiguió la estrategia onírica en esa mesa de café.
—¿Y después? —interrumpió Gabriel acerca de cómo se desencantó él. La ansiedad por ver cómo podía seguir su propio caso le tendió una mala pasada.
Ramón miró con reproche. Se inclinó hacia atrás, tomó aire y apretando la mandíbula dijo: “Los pibes ahora vienen cada vez más apurados y se olvidan en el camino la mitad de las cosas”. Suspiró, y volvió a encarar el tema con más ánimo y gracia:
—Me pasó lo mismo que a vos, después de un tiempo decae si no hay retroalimentación, si no ves un horizonte claro. Pensá todo lo que pasó después. Fueron tiempos jodidos mientras la vida democrática se acomodaba. Pero cuando fue necesario, salimos a la calle. Cuando hubo que repudiar los intentos de desestabilizar, ahí fuimos. Pero eso no cambiaba las cosas. Opté por irme. El tema es, repasando añares después, que yo le di un corte abrupto.
Ramón, sumergido por los recuerdos quiso poner freno a esa catarata de emociones que volvían de a poco sobre la mesa de café. Buscó la ventana. Anochecía, los laburantes de la zona empezaban el éxodo copando las veredas. Con esa excusa, apuró el paso. Desarmó la reunión de improviso; no quería recordar tanto de golpe.
—Dale, yo también me tengo que ir así que pagamos y vamos, esperá que voy al baño —añadió Gabriel en su inocencia, sin comprender el peso de los recuerdos de Ramón.
En eso, se zambulleron en la mesa Heráclito y Mario. El Enviado Divino explicó la situación: “Queda en vos creer o no, acá con mi amigo tenemos la forma de ayudar al pibe ese, tomá, vos dale esto y ni una palabra de que estuvimos, ¿estamos?”.
Con semejantes modales, surtió efecto y logró que el hombre de cuarenta y tantos les preste atención.
Mientras, Gabriel en el baño se topó con Homero, quien hacía de campana. Por esas cosas que da tener a mano la vida y obra de una persona junto a la caradurez del pintor, de la nada, empezó a sacarle charla.
Con este festín de minutos ganados por Homero, Heráclito sacó de su bolso el libro del Dante. Esa era la clave del próximo sueño del afortunado Gabriel, y Ramón la tenía entre sus manos para que su “discípulo” de oficina no cometiera el mismo error de tirar todo por la borda sin mirar atrás.
Con el trío custodiando como telón de fondo, Ramón le “regaló”, sin poner un peso,  el libro La divina Comedia a Gabriel.
—Esto es para vos, tenelo como lectura de cabecera porque es un libro que…bueno… fundamental y también te va servir de guía en este momento difícil —improvisó poco inspirado pero con mucho sentimiento.
En la puerta del café de la calle Piedras ambos tomaron rumbos opuestos. En el subte, mientras esperaba en el andén, Gabriel sacó el libro de su morral y empezó a repasar los grabados. De chico, sus viejos le contaban historias antes de dormir junto a su abuelo, quien le inculcó el amor por las  historias de aventura.
Llegado a su casa, apenas comió. Ya acostado, la figura del Dante avanzaba a paso firme sobre la imaginación del joven. Esos senderos hostiles, esos personajes torturados, en medio Dante y Virgilio se manifestaban, a la vez que la pluma de Dore de tanto en tanto decía presente. Un espectáculo nocturno comparable a un cielo estrellado refulgía en las narices del joven.
El periplo empezaba a darle lugar al cansancio. Los párpados pesaban como las penas de los condenados en la narración de Dante. Poco antes de cerrar el libro, Gabriel advirtió el separador: “Seguro lo puso Ramón”, pensó. Se adelantó, antes vio la frase impresa, la leyó. Se le hizo familiar, pero no se esforzó en recordar por qué. Se metió de lleno en la lectura del capítulo en cuestión.
Pasada la medianoche, había leído entero el canto 13, subrayando con delicadeza, él crecía,  por Ramón. El cansancio llamaba a la puerta. Dejó las aventuras de Dante, Virgilio y los Gigantes castigados por su ambición a un lado, en la mesa de luz. Se acomodó y Gabriel cedió al sueño tras las innumerables vueltas. El cuerpo se aflojaba, se hundía en el colchón. El silencio y la oscuridad ganaban todo alrededor.
Atentos a los movimientos del joven, del otro lado de la ventana el pintor y el periodista esperaban ansiosos para entrar en acción. Los escoltaba Morfeo, dios del sueño, quien sostenía un candelabro divino. Gracias a esta herramienta, Homero y Mario podían hacer su trabajo mientras la vigilia de Gabriel lo sumergía en el relato que ambos estaban por pintar.
De pronto, sin saber por qué, Gabriel se vio caminando en la misma oscuridad con la que había despedido su habitación. Un cielo inmenso, negro, sin estrellas. Un horizonte que parecía una ilusión. Al instante, relacionó esa sensación con la Malebolgia narrada en la Divina Comedia: “Menos que noche y menos que día”.
En medio de las tinieblas trató de avanzar, a pesar de lo brumoso del ambiente. Luego, oyó pasos; una figura espectral estaba acechando cada vez más cerca canturreando con una voz familiar hasta que de pronto chocaron espaldas.
—¿Dónde estabas? —reprochó el hombre misterioso que se dio a conocer como El Dante.
Algo estaba mal en ese peregrinar de sombras, a diferencia de la aguileña nariz con la que se inmortalizó al italiano de los versos divinos, estaba el rostro familiar de Ramón, su compañero de todos los días, un poco difuso, un poco misterioso, coronado con laureles y vestido de túnica roja. Gabriel corría con la misma suerte de vestuario: lienzos oscuros con una pequeña corona, tal como las lucía Virgilio en el poema dantesco. Repuesto del reproche de Ramón-Dante avanzaron escoltados por la bruma infinita.
—Traición, traición Gabriel es lo que asoman los gigantes, no te fíes, no te fíes. Rebeldía, soberbia… es menester que sigas otra ruta —advirtió el condensado Alighieri—. Ellos decidieron por vos —bramaba mientras señalaba al horizonte y le advertía de la presencia de los “gigantes”—, ellos fracasaron en nombre de todos y ahora yacen inertes como torres condenadas a ser ignoradas;  alma tontas, alma confusas.
—¿Qué? ¿Estos no son de la mitología,  los que perdieron contra Zeus? ¿De qué traición me hablás? —ofuscado, preguntó Gabriel.
Siguieron la marcha guiados por el sonido de un pequeño río que se abría en la negra inmensidad. De repente,  un halo de luz rompió el misterio. Un hombre en un pequeño velero les advirtió: “Me dirijo a Lilliput, el país de los gigantes para salvar a su gente”.
Dante-Ramón explicó que estaban en el Octavo Círculo del Infierno e iban en busca de los hombres pequeños para salvar “al pueblo”. Mientras estas dos figuras discutían, Gabriel vio en el navegante algo familiar, quien sólo le dirigió un rotundo “No hay tiempo que perder”.
Apenas terminó la frase, la tierra empezó a temblar. Los gigantes que sobresalían desde el horizonte empezaron a insultarse en lenguas extrañas. El silencio magistral se rompió con el quejido de cientos de almas que empezaron a correr chocando a Gabriel, Dante-Ramón y al navegante.
Entonces, los enormes cuerpos empezaron a pelear. Por la torpeza de sus movimientos, se resbalaron y cayeron cerca de la orilla, levantando una ola gigantesca. El agua torrentosa se acercaba a la barca donde estaba el trío. El impacto de las aguas casi tira del navío a Gabriel.
—Tranquilo chiquilín, que todo va a estar bien —lanzó el navegante, despertando en el joven otra vez la sensación de familiaridad.
El viaje hasta ese recóndito pueblo fue casi interminable. Abandonaron el Octavo Círculo del Infierno a través de un arrollo secreto. Gabriel recordaba uno similar, que quedaba a escasos kilómetros de donde vivía su abuelo.
Las aguas ya estaban más calmas cuando el navegante dijo: “Llegamos al pueblo de Lilliput para salvar a su gente”. Entonces, con la barca amarrada a una gran piedra, los tres descendieron. El sol picaba y Gabriel empezaba a sentir el calor de manera abrazadora. Las tinieblas ya eran solo un mal recuerdo de aquellas almas huyendo de los gigantes.
Camino al pueblo tan esperado se les cruzaron todo tipo de personajes. Varias carretas con frutas, quesos y demás comestibles. Hombres con herramientas al hombro o cañas para pescar en el arroyo.
No pudo precisar Gabriel en qué momento, el navegante cambió su vestimenta por una camisa arremangada, bombacha de campo y unas alpargatas embarradas. Ahora estaban rodeados de casas bajas, pintadas de cal o con ladrillos al aire. Las calles de tierra empezaban a levantar un polvo abrasador. Las túnicas del Dante estaban perdiendo brillo.
Por la esquina pasó un grupo de niños corriendo a toda velocidad. Uno de ellos resbaló y aterrizó a toda marcha al borde del cordón. Empezó a llorar hasta que uno de los pequeños se le acercó y lo ayudó a levantarse. Ese chico, al igual que Gulliver campechano, tenían algo en común que no podía dilucidar por la bruma que aún celosa lo rodeaba.
            Dante-Ramón lo distrajo de aquel paisaje: “Como cruzas las tinieblas demasiado a lo lejos, te sucede que en el imaginar estás errado… porque Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas…”.
—¡¿Boludo qué hacés?! —enfurecido vociferó Homero contra Mario, quien casi cayó al vacío al perder el equilibrio.
Por la maniobra que tuvo que hacer Morfeo para que no cayeran, golpeó la ventana de forma tal que Gabriel se levantó pegando un salto de alarma. Corrió la cortina pero sólo pudo ver el horizonte de hormigón que cubría la ciudad. Un baño de luna llegaba a perfilar las terrazas, esquinas y demás rincones de su barrio.
Creía recordar todo, o casi todo del sueño. Lo más fuerte que quedaba en su memoria era la visión lejana de un pueblo que sabía conocido. Estaba confuso pero aliviado, como si alguien desde algún lado le hubiera dado el consejo que estaba esperando escuchar.
A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar volvió a hojear el Dante y los grabados de Daré hasta dar con el señalador. Ahí estaba la respuesta: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Esta frase célebre junto al pasaje de tierra y campesinos trabajando impresa en el señalador le hizo recordar de a poco la hazaña onírica. Desayudando pudo recordar otro poco. La palabra “chiquilín”, “Lilliput”, “alpargatas embarradas”, eran retazos de un lienzo lleno de sabiduría que se escurría en sus dedos como arena.
Se le prendió la lamparita en medio de tanta oscuridad. Fue hasta su habitación nuevamente. Apoyó sus manos en la biblioteca, esquivó revistas viejas y muchos, pero muchos, apuntes de facultad hasta dar con “Los viajes de Gulliver”. El olor a libro viejo lo sorprendió mientras buscaba la dedicatoria que le había hecho su abuelo, uno de los tesoros que resguardaba con más esfuerzo: 

“Chiquilín, cuando pierdas las fuerzas de luchar, buscá en lo que te dé bienestar y felicidad, pero por nada del mundo escuches a los soberbios, porque su gigantesco egoísmo los va a hacer caer, los hombres de trabajo, como quiero que vos seas, van a abrazarse los unos a los otros y van a poder cambiar el mundo. Tuyo siempre el abuelo Manuel”.

Ahí comprendió todo. Esas frases sueltas, ahora pequeños naufragios que volvían del olvido, habían surtido efecto. Gabriel sintió unas renovadas ganas de apostar por lo que desde chico había heredado de su abuelo, las ganas de ayudar a los demás.
Al llegar al trabajo lo primero que hizo fue ir hasta el escritorio de Ramón:
—Gracias, la charla de ayer y el regalo, ahora está todo más claro.
—Bueno, ojala que te hayas aclarado y que, bueno, lo que te conté te sirva para que no cometas los mismos errores —lo palmeó en el hombro en forma de bendición—. Así que ahora, aparte de informarme lo que hacés con números y cobros, tenés que decirme cómo avanza esta nueva etapa; no hay tiempo que perder, pibe.
Terminado su turno de trabajo, esquivó el after office con sus compañeros. “La dejamos para mañana”, se excusó. Mientras Ramón y los otros se iban, Gabriel agarró el teléfono y por largo rato no lo soltó. “Dale, en un rato te veo entonces, bárbaro”, se despidió el joven.
Parque Lezama estaba soleado esa tarde. Gabriel aguardaba sobre las escalinatas del gigantesco anfiteatro. Minutos después de la hora acordada, levantó la vista y apreció a Jorge y Alejandra. Ella tomó la iniciativa y bromeó:
—Bueno, después de la elección pensamos todos que te ibas a la mierda; por lo menos no te perdimos del todo.
—Lo medité con la almohada, ahora hay más ganas todavía, es sólo un cambio de planes –retrucó el joven.
Ambos miraron a Gabriel con simpatía, en eso Jorge sacó de su bolsillo una tarjeta y añadió:
            —Bárbaro que nos vas a dar una mano para hacer proyectos de ley, es fundamental y vos que la tenés clara con los números nos viene al pelo; cuadros técnicos que le dicen. Todo eso mientras te sumás al voluntariado de educación en el bachillerato popular de La Boca es toda una odisea; pero si de ganas se trata…
—Dar una mano desde lo que sé me da la satisfacción de contribuir a lo que creo, ya saben “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo” —lanzó Gabriel sonriente.
            —Bienvenido de vuelta entonces —sostuvo Alejandra con la mirada cómplice de Jorge. 
La tarde caía y todavía estaban los tres ahí, hablando, riendo, emprendiendo, como si el hecho de compartir un proyecto los hermanara en un largo camino, que para Gabriel volvía a empezar. 

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