domingo, 28 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 1



CAPITULO 1 UN ROTO PARA UN DESCOSIDO

En blanco. La pantalla devolvía una nada perturbadora para Mario. Entrecerró los ojos, se acercó al monitor y empezó a escribir lo más rápido que pudo sin importarle errores, acentos u olvidos. Quería hechos. Las frases le parecieron sosas y las borró por instinto. Encaró de vuelta, pero tampoco. Luego, gruñó y sacó las manos del teclado.
De golpe, se levantó y fue hasta la cocina. La primera tregua nocturna en aquel PH de Boedo. Puso la pava. Miró por la ventana de la cocina y se preguntó por qué. Tenía ideas, ganas, empuje ¿Qué pasaba?, todo se licuaba en un embudo imaginario. Quería esquivarle a los refritos del trabajo y darse un tiempo para él. Un cuento, novela, proyecto. El nombre no importaba, pero sí su ausencia. 
Qué podrido estaba, ese era el asunto de fondo. El trabajo como periodista freelance —además de inestable— venía cada vez más acartonado, pensaba. Entregar notas reescritas para sobrevivir no le parecía “a esta altura del partido”, como decía en raptos de catarsis a su novia Ludmila, “una forma de hacer honor a sus dos carreras”. Leía blogs de colegas, chusmeaba cómo venía la mano en otros lados. Entendía que era uno más en la queja existencial.
Del otro lado de la ciudad, Homero daba pinceladas sin descanso. La luz entraba tenue en ese atelier de Villa del Parque. El lienzo ya estaba arruinado; no había idea original. El boceto, pegado con cinta a un costado, era más bien un primo-hermano distante de lo que el artista buscaba expresar en esos centímetros de tela. Miró con ojos achinados y una mueca torcida. Evaluó y prefirió achicarse de hombros. Fue sincero y maldijo sin reparos.
De repente se detuvo. Retrocedió unos pasos y contempló su experimento. A Homero nada lo convencía. Tenía que hacer una entrega para el siguiente fin de semana. La saraza espontánea no era arte para él y la mano ya empezaba a doler.
Se acurrucó en el sillón, repleto de lienzos y olor a aguarrás. Sabía que lo mejor era buscar hielo o tomar un calmante. Pero ya estaba enojado; y encima la mano empezaba a reclamarle. Desde aquel accidente de autos su trazo no volvió a ser el mismo ¿cómo lograr aquellas curvas con los tendones desgarrados, cosidos y rehabilitados a medias? Habían pasado meses aunque para él se trataba de años; otra vida quizá.
En medio de una pausa silenciosa, introspectiva, el sonido del teléfono puso a Mario otra vez en su realidad. Salió de la cocina disparado y atendió —por la sorpresa— con voz de recepcionista:
—Hola, ¿quién es?
Del otro lado se escuchó una voz suave, baja pero firme, que sin titubeos le explicó:
—Mario Benavidez, ha sido seleccionado para un empleo de suma responsabilidad. Felicidades, da con el perfil de redactor creativo que buscamos.
El periodista no entendió a qué “puesto de trabajo” se refería, menos a esa hora, pero escuchar “fue seleccionado”, al menos lo esperanzaba. 
— ¡Qué buena noticia! El tema es que no me presenté a ninguna búsqueda de redactor creativo ni nada parecido —sintió que se había vendido solo ¿Qué importaba el error? Así que arremetió de vuelta—, de todos modos dígame… ¿De qué se trata así puedo ir preparando algunos trabajos?
La voz, como anticipando que Mario iba a hacer notar la confusión, aclaró:
—Por eso no se haga problema. Ya lo tenemos todo pensado. Tome nota que vamos a arreglar un encuentro para contarle en persona de que se trata el ofrecimiento.
Mario le hizo caso, revolvió los papeles de su escritorio. Del sorteo, apareció un volante de teatro. Garabateó y cerró con un “hasta luego” cordial, ya no de recepcionista.
En Villa del Parque la motivación se veía en cuentagotas; en momentos puntuales, casi todos fogoneados por sus amigos, dueños del atelier, y unos pocos colegas. Sin embargo, cada vez le hacían más vacío. Homero se quejaba, porque nadie del “mundillo-pesadilla quería un pintor manco. Así, se esperanzaba cada vez menos y de a poco —aunque él no lo admitía— pensaba en retirarse. Si bien no se animaba a colgar los pinceles, porque según él sus “mejores cuadros estaban todavía por venir”: Apostaba a convertirse en docente, curador; lo que fuera.
Homero, luego de bufar un rato, asumió que estaba cansado. El ruido del teléfono lo incomodó un poco más; tanto como para atender con un “Hola” seco y cortante.
Del otro lado de la línea replicaron:
— ¿Con Homero Filiberti?
—Sí, diga…
—Felicitaciones, ha sido el ganador de una convocatoria de artistas. Sepa que hemos tenido en cuenta pintores, escultores y muralistas de todo el país. Es un gusto ponernos en contacto con usted.
Homero pensó que era en joda. Nadie en su sano juicio llama a la medianoche por cuestiones de trabajo. Antes de arremeter, la voz del teléfono se le adelantó:
—Sé que resulta extraño, sabemos lo arduo que es hacerse camino donde las falsas promesas abundan. Es por eso que para poder explicar mejor lo que le vamos a ofrecer deseamos realizar un encuentro personal. Anote la siguiente dirección.
A los manotazos, arrancó el boceto pegado junto al cuadro. Anotó la dirección y saludó con un “chau, chau” ahogado. Era en Palermo, tierra desconocida para él. “Ya fue”, remató en voz alta.
Luego de colgar, Homero se paró frente al cuadro: el lienzo asomaba como una creación inesperada, sorpresiva y sincera. El pintor ordenó el atelier, se rehízo el vendaje y se fue silbando un tango: el camino a casa tenía ese no sé qué de volver, volver a expresarse, pensaba.
Por su parte, Mario volvió a mirar el volante teatral. El espectáculo “había sido un embole”, pero su reseña podía valer la pena, se propuso. De pronto surgieron algunas frases sueltas, pegoteadas, peleadoras que más tarde se volvieron una crónica desprejuiciada y audaz.
La voz extraña en el teléfono había levantado el ánimo de Mario y Homero. Paz, ansiedad, qué, cuándo, por qué, vueltas eternas en la cama. La antesala de un sueño tranquilizador se hizo rogar esa noche.


sábado, 27 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 2


CAPITULO 2 UN JEFE MUY ESPECIAL

Llegó el día, luego de dudas y ansiedad. El punto de encuentro era un café ubicado en el corazón de Palermo, Soho para algunos, Cool para otros; Viejo para los memoriosos. Plantado justo en la esquina de una avenida y una calle adoquinada, el frente exhibía unas letras cursivas con el nombre del lugar: El desvelo.
El punto de encuentro indicado por la voz extraña era de los pocos cafés tradicionales que sobrevivían por la zona. Adentro, una quincena de mesas desperdigadas se iluminaban con el sol de mediodía que entraba por los ventanales fileteados. Apostado junto a la barra, un canoso discutía a viva voz: se quejaba por “lo tibio” que estaba su cortado. “Sí se la pasa leyendo el diario no es mi culpa”, se excusó el encargado al otro lado del mostrador.
El hombre, que vestía unas raras túnicas, Insultó en voz baja y se volvió a sentar. Bebió un sorbo y golpeó la taza contra la mesa, como para hacerse oír. Quiso mostrarse disconforme y lo consiguió: “Invita la casa”, respondieron a su pantomima. Al instante, el joven mozo acercó su jarra, la inclinó con desgano hasta que el humo asomó por el borde del pocillo; un aroma de victoria hizo torcer la mueca del canoso en una risa tramposa.
El despertador de Homero le jugó una mala pasada: apenas abrió los ojos vio que estaba a veinte minutos de su cita; con las extensas cuadras entre Parque Centenario y el inhóspito Palermo de por medio. Suspiró hondo y fue hasta el ropero. Se puso lo primero que encontró a mano, es decir, lo del día anterior. Miró por la ventana. Las copas bailarinas de los árboles le recomendaban salir con abrigo. Tomó su sombrero preferido, el de siempre, y salió sin más. Agradeció que la cita no incluyera la burocracia de tomar un colectivo o tren. Caminar rápido lo fue despabilando de a poco; quería llegar lúcido para rever la propuesta telefónica.
El primero en llegar fue Mario. Previo a salir, pensó mil veces cómo ir vestido ¿Muy formal? ¿Descontracturado? No sabía qué esperaban de él; eso lo incomodaba. Al final, apostó por su vieja cábala: remera blanca, chaleco de vestir y vaqueros celestes. Para las últimas entrevistas de trabajo llevó el combo —“pasado de moda”, como le advertía Ludmila— y mal no le fue. A su manera, pidió repetir la historia.
El hombre canoso levantó la mirada hasta ver a un joven desgarbado, de rostro confuso. Al instante supo que era él. Tras un leve intercambio de miradas, el periodista con el índice de su mano derecha se señaló como diciendo “¿A mí?”, a lo que el canoso, frío, apenas movió el mentón. Mario entró apurado:
—Hola mucho gusto mi nombre es…
—Mario, sí, ya sé, ¿cómo estás? Yo te llamé la otra noche, sentate pibe que te voy a contar mejor, esto de hablar por teléfono es un bodrio, algo siempre se entiende mal. Ojo, antes con las cartas no era mucho mejor —introdujo.
Mario prestaba atención, quería meter bocado, pero cargaba con un dejo de miedo a meter la pata; no se quería quedar afuera por un comentario de más. En cuanto a su interlocutor, lo encontró agradable, un poco loco, pero agradable al fin. Entonces, el joven tomó la rienda del dialogo y apuntó:
—Y sobre el trabajo ¿qué es “eso” tan complicado de explicar por teléfono?
—Calma —retrucó con una risa pícara mientras se acomodaba la túnica—, no somos los únicos en hablar de “eso”.
Mario asintió con asombro. Recordó entonces juntadas parecidas, donde él y otro montón de pibes se sentaban en una mesa de café con promesas que arrancaban con el periodismo en primer plano para terminar en farsas laborales. Por un instante ese fantasma sobrevoló su nuca, pero luego recapacitó, se relajó y siguió atento a los berretines del canoso.
En eso, Homero entró al bar con el impulso de un atleta en plena maratón. Frunció el seño y miró a ambos lados, revisó sillas vacías hasta dar con la mesa del fondo. Allí divisó al dúo en plena charla. El pintor enfiló hasta quedar al pie de la mesa. En seco, el viejo abrió los ojos, cortó la conversación e introdujo:
—Por fin llegaste, ahora sí estamos todos. Sentate, a ver, ¿por dónde empiezo?
El rostro entrador y carismático de hacía unos minutos cambió por el de un hombre más centrado, alguien que mide el calibre de sus dichos. Entonces,  el canoso develó el misterio:
—Mi nombre es Heráclito, los convoqué para una noble tarea de suma responsabilidad; fueron elegidos por su talento, por ser los mejores en las artes que desempeñan.
Algo en el orgullo de ambos se sintió aludido. Pero, tal como la otra noche, había algo en la historia que no les cerraba. No era falta de amor propio, sino que el énfasis con que dijo “los mejores” fue alarmante.
—A través de una ardua selección concluimos en que ustedes son los indicados para llevar adelante este trabajo —remarcó la palabra “trabajo” y pausó el encuentro— Ahora vengo.
Con los cafés a medio tomar, los vasos llenos de soda y dos medialunas secas como escenografía, el pintor aprovechó la ausencia de Heráclito y empezó a interrogar a su compañero:
—Bueno, ¿y vos de qué la vas con todo esto?
—¿Yo? —preguntó sorprendido— soy periodista freelance en medios digitales y gráficos. Cubro recitales, muestras de arte, depende.
—Ah, mirá, está bueno ¿no? Digo, es lo que te gusta —inquirió Homero de compromiso.
—Y sí, es lo que quiero. El tema es que a veces todo se vuelve rutinario, lugares comunes, frases hechas; hay veces que pareciera estar entrevistando siempre a la misma persona, sólo que cambia de nombre y profesión —reflexionó Mario buscando complicidad en su interlocutor.
—Sí, te entiendo, sobre todo si te topás con “artistas”—ironizó Homero—, son unos egocéntricos, podés no pagarles un mango, ellos con la palmada en la espalda y los halagos de medio pelo están contentos ¿A quién van a tomar en serio con tanto payaso suelto?, olvidate.
Mario asintió la catarsis del pintor, quien sumó:
—El verdadero pintor está ocupado en crear, mejorar, no en ir a cuanta muestra haya para figurar y elogiar estúpidos. Va a llegar un día en que no haga falta pintar un solo lienzo, por más que un pincel, un plumín y una escoba para vos sean lo mismo ¿a quién le importa? “el arte es así, espontaneo”, te va a decir un tipo que dibuja hombres-palo justificando su mediocridad, ¿entendés?
—No te creas que lo mío es tan distinto, pero bueno, paciencia porque hay dos caminos: el rápido es ser un chupamedias y el lento es ser talentoso; prefiero la segunda aunque tarde un poco más; obvio que da bronca ver pasar giles, pero son también los que derrapan primero, ¿No te parece? —propuso Mario.
Homero lo miró fijo, con labios apretados en muestra de rechazo a su teoría. De todos modos, luego asintió con un leve movimiento de cabeza.
El extraño de canas volvió a escena: enfiló hacia la puerta y agitó la mano para llamarlos. “Vamos a la oficina, es acá nomás, en El Salvador y Fitz Roy”, remató ya en la calle. Para ambos, la expectativa tenía los minutos contados.
La casa antigua a la que los guiaba Heráclito se levantaba sobre el cruce palermitano. Adoquines de un lado y del otro delimitaban una esquina gris, raída; una nota al pie de tiempos mejores. A lo lejos, las torres altísimas y modernosas  cabeceaban al cielo con indiferencia; el barrio no estaba para mirar atrás.
Homero metió bocado y dijo que era de estilo art noveau. “Más o menos sesenta y pico de años, de las buenas, hecha por tanos a lo mejor”, sumó. La entrada principal, sobre la ochava, era una puerta de hierro, pintada de negro y con vidrios opacos. Arriba, un balcón de persianas bajas profundizaba el misterio. A los costados, dos vasijas de concreto ornamentaban la escena; lucían débiles enredaderas, telarañas y raíces. Triste, solitaria. Al final, a Mario y Homero les vino una sensación de tango.   
Rompió el hechizo una brisa dulce, frutal. De curioso, el pintor se adelantó unos pasos, dobló y dio con el origen del aroma: una joven arremetía con una lata de aerosol líneas de todos los grosores contra uno de los muros de la casona. Homero primero vio el gato violeta con cara de pocos amigos que emergía de la pared, luego introdujo:
—Y, ¿son buenas esas latas?, me dijeron que hay unas nuevas con buena presión, la otra vez pinté un cuadro con stencil y tuve que tirar la plancha, quedó toda chorreada.
Así arrancó una charla que develó que la chica en cuestión se llamaba Sabrina, que vivía a unas cuadras, que pintaba hacía algunos años y que el Gato Lila en la pared era su “firma personal”. Luego hablaron de lugares para exponer y novedades del mundillo pictórico.
Cuando la cosa se estaba poniendo interesante, Heráclito cortó en seco con un rezongo:
—Nena, acá no podés pintar, esto es un lugar de trabajo.
—¿Cómo que no?, ayer le pedí permiso a un compañero tuyo y me dijo que como no piensan arreglar la pared de acá a un tiempo, y para evitar pintarrajeadas, preferían tener murales para darle un poco de vida a la cuadra.
El rostro del barbudo se torció, se vio desautorizado frente a Mario y Homero, aunque ambos no lo percibieron. Respiró hondo, se acomodó las canas y cerró el dialogo:
—Piba, no hagás mamarrachos, ¿estamos? Seguí con el gato ese con cara de culo que está quedando lindo.
Sabrina ni se mosqueó, los detalles finales del mural la tenían concentrada. El trío, por su parte, se adentró en la negrura de la puerta de hierro.
“La verdad, si me preguntan a mí, podríamos haber hecho todo más rápido, pero bueno, cosa de Recursos Humanos, igual ya estamos acá y todavía ninguno de los dos rajó”, bromeó Heráclito. En las sombras de un lugar desconocido, para Mario y Homero sonó más a sarcasmo que a complicidad.
Al final del túnel, Heráclito tanteó hasta tocar un timbre. De inmediato, se abrió una puerta y un hombre de mediana edad, también vestido a la romana, les dio la bienvenida. Luego todo fue sorpresa.
El trió salió a un jardín inmenso donde se abrían caminos adoquinados en varias direcciones. Había flores y árboles desperdigados por un terreno que se alejaba más allá de lo que aparentaba la fachada rotosa. Arriba, una cúpula de vidrio mostraba el atardecer en todo su esplendor.
Mientras los dos apreciaban atónitos la escena, otro tipo se acercó a Heráclito para dejarle unos papeles, también le susurró que “los esperaban”. La charla se enmarcaba en un ir y venir de hombres y mujeres vestidos con túnicas que correteaban apurados por los rincones del jardín; una escena del microcentro porteño con aire retro-milenario.
—Vamos por acá —señaló el canoso mientras enfilaban hacia una enorme puerta al fondo del jardín.
Otra vez un intervalo de sombras, tanteos y puteadas de su guía. Al instante, dieron los primeros pasos en una especie de llanura. Ni torres ni bocinazos, ahora la quietud y el silencio eran la constante.
— ¿Qué es esto? ¿La escenografía de una novela? ¿Una mala copia del paraíso? —ironizó Homero, ocultando su perplejidad.
—Lo quisimos hacer lo más parecido a Casa Central, pero viste como son las sucursales, siempre le pifian con algún detalle.
—¿Lo qué? —interrumpió Mario—, ¿me estás diciendo que vamos a tener que trabajar en esta reserva ecológica?
—Digamos, yo no diría reserva, más bien es…
—Dale, ya te bancamos bastante, por una vez en el día sé claro — lo apuró Homero.
—Mejor que les diga él —exhaló profundo Heráclito y levantó la vista.
Entonces, ambos avanzaron hacia la orilla de un río amplio, silencioso. Sobre el horizonte, el deambular de nubes carmesí apagaba lentamente un atardecer de ensueño. Con los pies sobre el agua y apoyado sobre una piedra, un hombre altísimo, también canoso, pelilargo y de túnica, pescaba ensimismado, ausente. Un tirón de su caña lo puso alerta y le hizo ver que no estaba solo. Miró hacia el trío con gesto amable. Como para confiar y todo, Mario y Homero se sentían en medio de un viaje lisérgico sin mucho orden; encima, la propuesta de “trabajo” se desdibujaba en ese instante onírico. Heráclito y ese viejo más viejo no ayudaban en lo más mínimo.
— Estamos en el borde del Aqueronte, que separa a los vivos de los muertos. Calma muchachos que la eternidad asusta pero con el paso del tiempo se aprende a convivir con ella; las brisas indomables del destino sí son de temer, ni siguiera el poder de un dios es tan inmenso —lanzó el grandote en clave de sermón.
Terminada la reflexión, sacó los pies del agua. Contó parte de la historia del río y los invitó a su “oficina”. Mientras la pesca se convertía en anécdota, avanzando entre nubes y paisajes memorables, los cuatro retomaron por el oscuro pasadizo. Sin embargo, en lugar de volver al jardín, los esperaba una amplia puerta de madera. El gigante giró el picaporte y los invitó a pasar.
En el centro asomaba un escritorio de ébano pulido orientado hacia el ventanal, que devolvía el paisaje del Aqueronte. El resto del lugar estaba protagoniza por bibliotecas que llegaban hasta el techo.
Mientras Homero y Mario se acomodaban, el hombre les habló de historia y filosofía, citando  grandes pensadores y metaforizando acerca de menesteres cotidianos. Sin embargo, ambos, en plan de chusmas, se pusieron a revisar cuanto rincón pudieron,  maravillados más por las reliquias que allí había que por las conclusiones del grandote.
Ante la falta de atención, el barbado de túnica tosió para impostar la voz:
—Disculpen, es evidente que al no presentarme están tomando las cosas a la ligera. Yo soy Dios, el regidor del Cosmos por acuerdo en el último Concilio divino. Es un placer para mí saber que voy a trabajar con ustedes ¿Ahora sí nos entendemos?
De inmediato, ambos se sentaron donde pudieron. Con los hombros encogidos intentaron interpretar aquellas palabras ¿Su futuro jefe era Dios? Se quedaron en silencio, mezcla de asombro y escepticismo.
—No bueno, nosotros en realidad… —quiso justificar Mario.
Tras unos balbuceos en vano, al final se oyó el hondo suspiro de Dios:
—En fin, repasemos. A Heráclito, mi Enviado Divino, le pedí que encuentre dos artistas con la sensibilidad y la firmeza suficiente como para convertir a los hombres y mujeres en mejores personas a través de mensajes oníricos. Más todavía, le pedí que los llamara a ustedes, amigos del Ángel Gris, quien reparte sueños en el barrio de Flores, tal como narran las crónicas de Alejandro Dolina —y finalizó eufórico—. Los sueños están a salvo si ambos toman esta responsabilidad.
Ellos asentían, pero se les hizo muy abstracto eso de pensar en hablar de igual a igual con los dioses. Es más, casi de forma coreográfica pensaban en el “error” de estar ahí. Sin embargo, ni se les cruzó avivar a su patrón sobre el “pifie de casting”. Los dos miraban todavía con cautela, esperaron su próxima acotación, que no se hizo esperar:
—Avancemos, están acá para el bienestar del ser humano, desde ahora el mundo onírico será su herramienta. La dinámica es sencilla: cuando una persona se duerme, su inconsciente se libera de las represiones, traumas e imposturas que puede llegar a tener en estado de plena conciencia ¿me siguen? En el reino de los sueños se activan mecanismos que producen relatos, narraciones donde cualquier individuo reflexiona y asimila aspectos de su vida —hizo una larga pausa—. Ahí entran ustedes.
— ¿Vos querés que pintemos, por decir así, los sueños a la gente? —preguntó Homero confuso.
—Es una buena forma de explicarlo —remató Dios— y vos —señaló a Mario— vas a desarrollar aquellos elementos, símbolos y acciones que tengan que ver con los más profundos deseos y frustraciones de la persona en cuestión, como si fuera una historieta para leer mientras duermen. Uno es guionista, otro es dibujante ¿estamos?
Se levantó de la silla y fue hasta el ventanal, miró al horizonte y, con un tono más sombrío, empezó a entrar en confianza:
— Desde tiempos inmemoriales, en que el caos era todo, los que hoy somos dioses fuimos evolucionando, en eso llegó la creación del hombre y en consecuencia lo bueno y lo malo de él; así llegamos al universo de hoy. Ahora, esto que les vengo a proponer es ínfimo para nuestro poder, pero el asunto es que uno como creador tiene que tenerle fe a su obra y en consecuencia obrar para que la humanidad sea artífice de sus propios sueños. Algún día les contaré a qué viene todo esto —cerró con gesto amargo y misterioso, casi a modo de confesión.
Antes de despedirlos, Dios se acercó a Homero con un estuche de cuero. El pintor al abrirlo vio que era un juego de pinceles, algo extraños para su gusto. Tenían un mango de hueso pulido, las cerdas eran casi transparentes y brillaban. Tenían una vibra extraña.
—Con esta herramienta vas a poder pintar sueños, son los milenarios pinceles heredados de Ma Liang. Vas a saber usarla con responsabilidad, ya te veo —sentenció Dios mientras le palmeaba el hombro.
A Mario le entregó una llave: “Esta será su oficina, pueden usarla de estudio, redacción, como más les guste, allí tendrán todo a mano para trabajar en paz”. El joven titubeó algo así como un “gracias”.
El llamado todopoderoso se apartó unos pasos, contempló la obra que estaba por venir, y pensó para sí que las cosas estaban más que bien.
            —¿Y cuándo empezamos “jefe”? —prosiguió Mario.
            —Ahora mismo —cortó en seco Dios rumbeando para la salida—, los invito formalmente al Bar del Infierno —arremetió altisonante.
—¿Es joda? Si estamos en el Cielo, o algo por el estilo —indagó Homero.
—La cuestión es que elegí el nombre por un libro del escritor Dolina, habrán notado que me gusta bastante su trabajo, quien también es amigo del Ángel Gris, ¿cómo no lo ubican? A veces pareciera que ustedes no son quienes yo pienso que son —lanzó una furibunda mirada sobre ambos.
Pálidos y con cara de póker, dejaron pasar los segundos más largos de su vida. Por su parte, Dios amenizó el momento diciendo:
—Es broma, sólo una broma. La cuestión es que este no es cualquier bar. Se puede entrar por infinitas puertas, tanto desde el mundo de los vivos como de los muertos. Adentro, mozos de todas las regiones atienden a escritores, músicos, profesores, curiosos, sabiondos y suicidas; como en el tango vieron. Muchachos, vuélvanse los parroquianos más acérrimos de ese lugar ¿me siguen?
Un rato más tarde, el grupo adentró por un frente esculpido en hierro, de columnas altas y techos pintados al oleo. Mario y Homero cogoteaban a más no poder. Heráclito y Dios avanzaban con el aire de quien convive junto a lo majestuoso; no se les movía un pelo. 
Una vez en la barra, Dios chusmeó con el encargado de turno el menú para cenar. “Sándwich de pavita, como el del viejo Trianón”, enfatizó el hombre con guiño cómplice desde el mostrador. El todopoderoso se hizo de una mesa con vista al Aqueronte, bañado por la luz de la luna que con timidez se subía al firmamento; era evidente que esa escena le despertaba aprecio.
Por su parte, el pintor y el periodista miraban de reojo cuanto podían. La magia del lugar estaba signada por esos chisporroteos de ideas, debates, argumentaciones y demás yerbas. Lo que en vida no pudieron decirse cara a cara, estos hacedores de la historia universal lo ponían sobre la mesa; ahora para el deleite de estos dos mortales.
A pocas mesas de la barra, Mario cruzó miradas con quienes, ellos sin saber, fueron maestros sin aula de su carrera y sus notas. Se trataba de los periodistas, escritores y humoristas Adolfo Castelo, Dante Panzeri Andrés Cascioli, Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano.
Mario creyó cumplir uno de los sueños que había tenido desde que había empezado con esto de las crónicas, notas, entrevistas y pirulos: dar con la gente que lo motivó a tomar las redacciones como su sacerdocio. Ahora estaban frente a él, en plena acción, tal como los recordaban sus colegas; tal como los leyó en ese libro Ni yankees ni marxistas, humoristas. Así como en todas y cada una de las revistas Humor Registrado, Satriricón y la lista que hacían rebasar el escritorio del periodista.
Mirando como esas cosas que nunca se alcanzan Mario saludó con vergüenza y se acomodó en un costado de la mesa. La calma la simuló bastante bien mientras las palabras de agradecimiento y agasajo le brotaban como un manantial. Por un buen rato él fue de la partida de esos popes del periodismo a quienes tanto admiraba.
—¿Te acordás cuando en vida dije que al Cielo le pondría canchitas y un par de bares, porque en el bar estás en tu casa y a la vez estás balconeando la calle?, se ve que escucharon y no quisieron ser menos, ¿viste lo que es esto? —resaltó el Negro Fontanarrosa ante la complicidad no sólo de la mesa, sino de la sala ¿No era para menos, no?, pensó Mario.
Tras compartir anécdotas de otras épocas, como las tardes en el viejo café la Paz, de las redacciones perdidas de las revistas que ellos mismos fundaron y de cómo era  ser periodistas en el inframundo, se despidieron entre cálidos saludos y la promesa de jugar un día un partido “entre toda la barra, ahora que no nos duele nada y estamos hechos unos pibes”. “Mandá saludos a la vuelta”, fue el encargo para Mario.    
En tanto Homero había atravesado tantos pasillos que sentía estar hace horas en el café aunque  seguían apareciendo salas, repletas todas, hasta que dio con una escena que detuvo su marcha.
La entrada estaba resguardada por telones suaves y enigmáticos. Al entrar, el crujido de sus pasos se amenizó por alfombras con grabados orientales. El clima era intimista. Las luces bajas y el humo del lugar en se transformaban en una suave brisa, en otro telón intrigante. Estaba en el sitio correcto.
Por más humareda frente a él, Homero percibió al instante a quienes tenía a su alrededor. Allí estaban los poetas malditos, lúgubres musas de sus noches de adolescente con intenciones de subirse al cruel y descarado oficio de pintor, como le gustaba definir al oficio de pibe.
Recordó una escena similar vista hace años, el cuadro Un coin de table de Henri Fantin-Latour. Casi idénticos en distribución estaban Paul Varlaine, Arthur Rimbaud, León Valade, Ernest d´Hervilly, Camille Pelletan, Pierre Elzéar, Émile Blémont y Jean Aicard.
El pintor no dejó pasar la chance que tenía ante sí y se acercó a saludar, como quien está de vistita en un pueblo y pasa a conocer a sus vecinos de ocasión; aunque por un instante pensó que lo iban “a mandar a la mierda”. Sin embargo, se sorprendió ante la amabilidad de esos atormentados escritores y poetas. Había más sorpresas: un joven  vestido con túnicas relucientes festejaba al ritmo de los poetas e introdujo:
            —El gusto es mío Homero, soy Dionisio, dios griego del vino. Cuando nos volvamos a ver llegarán consecuencias para tu vida.
Homero, que era reacio, gustó de la ocurrencia pero por dentro tiritó ante la advertencia. Luego, se despidió de Dionisio y los poetas.
—¡Hay que ver! ¡Cuántos amores espléndidos he soñado! ¡Por tantos otros sueños que salgan de tu mano! —dejó Rimbaud como bendición mientras los demás parroquianos de la mesa levantaban sus copas.
Tras la marcha del pintor, llegó un mozo con una bandeja llena de opio “para armarse una ronda”, como bromeaban los artistas. Entre los pasillos del bar, Homero se sentía desenvuelto, alegre; tenía los buenos augurios del poeta y encima sobre su mano, karma y depresión del último tiempo.
Pasado el rato, Homero y Mario se reencontraron. Había tanta tela para cortar ahí que la felicidad estaba signada sencillamente en dar con la gente que los inspiró a ser lo que eran hoy.
Y hablando de inicios y finales, en eso Dios se les acercó, los sentó en una mesa con vista al paraíso y emprendió una última recomendación:
—Algún día les contaré una historia de dos amigos que quedó trunca, pero ahora, vengo para darles mi mejor deseo por esto que comienza, háganlo como si fuera destinado a su mejor amigo, ¿me siguen? Que la confianza sea la cuestión central de su obra, crean en ella, sé por qué se los digo.
—¿Qué pasa Dios?, te estás poniendo sentimental desde temprano, mirá que todavía no nos trajeron los cafés, menos aún el whisky —bramó con gracia Homero.
El todopoderoso festejó la ocurrencia. El resto de la velada fue distendida e intimista; de a poco iban conociendo a un Dios menos ceremonioso y más compinche. En eso, exclamaron enfáticos Homero y Mario:
—¡Salud por lo que empieza!
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—Somos gente grande, no es necesario que se pongan así —intentaba calmar los ánimos Heráclito— Les pido por favor que no abran la boca, se entera Dios y me pone de patitas en el infierno sin aire acondicionado.
Al día siguiente de haber brindado con Dios, el Enviado Divino les aclaraba un poco de todo esa maraña. Entonces, Mario arremetió:
—Estamos metidos los tres en esta así que mejor contá cómo fue que diste con nosotros y por qué Dios piensa que somos amigos del Ángel Gris de Flores.
—Es que me pidió que seleccionara a los más refinados artistas y me resaltó que quería “lo mejor de la raza humana” y… bueno, y acá estamos.
No conformes, ambos lanzaron miradas de hielo para que Heráclito terminara la idea, quien al final, acorralado, confesó:
—Y yo, y yo…me colgué —balbuceó—. Pasa que en mis últimas vidas, desde la edad de bronce más o menos, tuve algunos “altercados”; a ver, fui el ángel de la guarda del heredero del trono austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, lo deben conocer por libros de historia, con su asesinato se desencadenó la primera guerra mundial. Pavadas vieron. También fui escudero, presidente, pero son cositas que no vienen al caso. Dios me dijo que si me redimía ayudándolo con esto de los sueños me salvaba. Somos gente grande, ¿nos entendemos?
            —Ahora entiendo un poco las cosas, de todas formas ya estamos en el baile y no creo que le moleste tanto, sino ya hubiera lanzado toda su ira contra nosotros —analizó el pintor.
El sonido estrepitoso del teléfono arruinó ese intento de calma en el ambiente. Los tres miraron en todas direcciones, no sabían de dónde venía el chirrido hasta que advirtieron la intensidad del sonido desde el armario. Homero se adelantó y lo abrió, no sin antes putear y exclamar:
—¿Qué onda? ¿Acá tienen teléfonos en todos lados? ¿Cuánto les viene a fin de mes? —se indignó el pintor y tomó el tubo con rapidez— ¿Hola? ¿Quién es?
—Yo, Dios, los estoy mirando que están dele cuchichear con Heráclito. Quería saber si todo estaba en orden, no vaya a ser que me estén ocultando algo, ¿no? —se oyó como advertencia divina del otro lado de la línea.
—Na´ que ver, Dios, casi que nos conocemos de toda una vida, cómo te vamos a estar caminando, justamente a vos —temblaba como una hoja sacudida por el viento— despreocúpate.
El pintor pudo apreciar otra voz junto a la del todopoderoso, oyó algo así como un reto:
—Tenés que bajar tu paranoia, es una conducta que refleja tu clara y enorme inseguridad, así en estas condiciones se te va a hacer cuesta arriba estar a cargo del Cosmos.
—Esperá Freud, que quedó el teléfono descolgado, ahora sí, me decías que…
Entonces el berrinche que hizo el teléfono descolgado le impidió enterarse el remate de la charla. Mientras todo eso ocurría, Mario y Heráclito miraban al pintor con cara de perro mojado. Homero quedó mirando al horizonte pensativo, mientras las nubes ajenas a todo drama humano y divino seguían su danza armoniosa, para sólo arremeter con una pregunta retórica:
—Dios se psicoanaliza, no lo puedo creer, ¿cuántos años de terapia tomaría asimilar todo esto?
Se miraron con cara de “ni idea” pero, a fin de cuentas, respiraron aliviados: la salud mental de Dios estaba, dentro de todo, en buenas manos y con eso, su “secreto” podía prevalecer.

martes, 23 de abril de 2013

Sueñestesia - Capítulo 3


CAPITULO 3 EL PIBE QUE QUERÍA AYUDAR

De un instante a otro, el futuro se iba a saber. Como en un recital, había adrenalina, nervios, movimiento. Gabriel estaba junto a sus amigos militantes en el bunker. Hacer el aguante, cantar fuerte y no bajar los brazos eran las consignas en esos minutos de definición.
La elección porteña iba a definir el mando capitalino de los siguientes años. Había más. Como la política potencia siempre los datos duros, si su candidato quedaba bien plantado en la opinión pública, tenían con que presentarse dentro de unos meses a nivel nacional.
Los acuerdos y desacuerdos de último momento hechos por la cúpula del partido habían inspirado desconfianza en las bases pero también estaba el buen augurio de las encuestas previas. Los ánimos militantes estaban con una de cal y una de arena.
Entre los expectantes estaba Gabriel, quien quería mostrarse a él y a su entorno que “mejorar la realidad iniciaba por emprender el camino correcto, con la energía necesaria”.
Sin embargo, el resultado fue intenso e inesperado, como un baldazo de agua fría: el boca de urna refutaba sus encuestas y pasaban así del ansiado segundo puesto —ballotage incluido— al tercer lugar. En el bunker, militantes y referentes respondieron a vivo murmullo, como si la derrota no pudiera ser dicha en voz alta.
Gabriel suspiró, volvió la mirada a Jorge y Alejandra, sus compañeros. Ambos vieron que a través de esas dos pupilas color café se narraba algo parecido a la decepción. Él, que tanto había profetizado sobre el valor de emprender un nuevo camino, ahora no encontraba respuestas sobre cómo seguir. Algo empezaba a desmoronarse.
Los “compas”del partido vieron a Gabriel como el gran decepcionado de la jornada. ¿Por qué? bastaba repasar cómo llegó hasta ese bunker, ahora deshilachado de esperanza: hijo intermedio de la familia Ferreira. Se crió bajo los mandatos de la clase media post 2001, es decir, una mezcla de supervivencia con miras de un continuo progreso.
En esta línea, tuvo siempre iniciativa por lo que, aprovechando la facilidad en matemáticas, una vez que tuvo la última nota en su boletín secundario, recaló en la facultad de Economía; se venía el hombre de números, balances y moneditas de cinco centavos.
La otra pata fuerte en la identidad del joven la pulió su abuelo con las historias pueblerinas sobre la camaradería que había entre colegas en las fábricas de mitad del siglo pasado. Así creó un imaginario de solidaridad.
La incursión en la militancia fue el camino concreto para ese ansiado cambio, es decir, implementarla en su realidad. La misma llegó a su vida cuando un compañero le contó del trabajo social que hacía con otros “cumpas” en villas y suburbios, le pintó un panorama de crecimiento y alegría que contagió al joven Gabriel. “Acá está el camino”, pensó aquella vez.

Ahora, en la puerta del local partidario se le hacía imposible precisar dónde empezaba la rotonda de esta senda.
Para peor, esa noche casi ni durmió, sólo dio vueltas y maldijo un poco. En consecuencia, al día siguiente en la oficina donde trabajaba, la ironía harto pronunciada eran las ojeras de carbón del joven. Encima, en ese primer piso del palacio Barolo, a falta de trabajo demandante, las charlas de escritorio a escritorio se dieron  de forma espontanea. Luego la siguieron en el horario de almuerzo. Allí, Gabriel intentó distenderse y en eso llegó la tentación:
—Largá todo eso de la política esa que hacen con los zurdos esos —le reprochó sin vueltas Ramón, el cuarentón del piso de contabilidad.
El consejo poco diplomático de Ramón caló hondo en los pensamientos de Gabriel. Lo enganchó en un momento de duda, de bronca en el que buscaba revancha. De vuelta a casa, mientras medio centro porteño se agolpaba en las puertas del subte, el joven sintió urgente resolver la cuestión y sincerarse. “Mando la militancia a la mierda”, cerró la reflexión bajo tierra.
Las semanas siguientes las noticias en los medios y redes sociales se hicieron eco del nuevo horizonte político en la Ciudad. En ese mar de argumentaciones y movimientos de tablero en “el arte de lo posible”, Gabriel no hacía pie. Es más, los titulares sobre rupturas internas y caprichos fueron la antesala de lo peor: el partido decidió ir a elecciones presidenciales con un candidato desconocido.
Esa decisión desacertada sonó a punto final para Gabriel. Le quedó por delante hablar y ser sincero “con los suyos”; no quería dejar dudas ni asuntos pendientes. Luego de tanto esfuerzo quería cerrar bien esta etapa de su vida. La bronca era contra los “otros”, los de arriba.
¿Qué iba a hacer de ahí en adelante, con el camino y el cambio? No lo sabía, por lo pronto, con la espalda más libre de responsabilidades, podía dedicarse de lleno a recibirse. Estiró dos años la carrera por patear exámenes y materias para dedicarle tiempo a militar.
Casi una semana después de charlar con Ramón sobre el tema, el joven encaró a su compañero. Las palabras proféticas de Ramón tenían que tener un nuevo capítulo. Quería una palabra, según él, autorizada.
—¿Tenés un minuto? —introdujo con algo de timidez en el horario del almuerzo.
—Sí, decime, ¿pasa algo? —contestó dejando los números y planillas, entendiendo el tono con que era interpelado.
—¿Te acordás lo que me habías dicho sobre la militancia la otra vez? Bueno, la cuestión es que mandé todo a la mierda —lanzó contundente y algo culposo Gabriel.
—No me digas. Y sí, se vienen las elecciones, después los candidatos políticos eligen a dedo, vos te rompiste el culo y los tipos en una mesa chica cierran todo mal; te entiendo —analizó—, de todas formas tomémonos un café a la salida y lo vemos mejor.
El joven se extraño. Mucha amabilidad de golpe. Entendió ahí que este tema lo ponía sensible. Sin embargo, lo que encontró en ese café de la calle Piedras fue más que una charla rústica sobre política, coyuntura y recuerdos. Más bien, dio con una historia de vida con la cual se sintió identificado; que no era poco en ese momento. Ahí el peso de las palabras de Ramón tomaron otro valor.
—Mirá, hace años que laburás en la empresa, vos me has dicho que por el tema de la militancia y el tiempo que le ponías te atrasaste en la carrera; aparte, con lo que pasó, no era novedad que un par se iban a pudrir e iban a dar el portazo —introdujo Ramón.
—Y sí, pasa que es mucho sacrificio, ves lo que hicieron “ellos” con tu esfuerzo y te querés morir —asintió el aspirante a economista.
—Por mi edad, cuando era un poco más chico que vos, viví la vuelta de la democracia. Como ahora, estar en la calle, militando, haciendo cosas por el vecino era lo que marcaba el pulso de gran parte de la juventud. Tuvimos que poner el lomo y muchos también sentimos lo mismo que estás pasando vos ahora, por eso te venía siguiendo los pasos pero no te quería sermonear de prepo, pero veo que te me adelantaste —bromeó para aligerar la cruda reflexión, a esta altura su plato principal.
El mozo llegó y les preguntó qué iban a tomar. El clima intimista se rompió por un instante. Pero a su vez, Gabriel tuvo aire para asimilar lo que le estaba intentando transmitir.
—Y contame, más o menos, cómo fue tu experiencia —se iba animando de a poco Gabriel a indagar a su compañero de oficina.
—Mirá, arranqué muy de joven. Se estaba por salir de la puta dictadura, había una sensación de cambio, no se sabía muy bien qué, yo toda mi vida viví en Barracas, ahí a través de mi hermano mayor di con organizaciones del barrio, vecinos que se juntaban a hacer juegos los fines de semana con los pibes de la zona. Me marcó, pensá que era una época más familiera a pesar de todo, pero eso de tomarme en serio un compromiso me empezaba a gustar. Después vino la elección y con ella se vino una nueva forma de ver las cosas. La gente cree que la patria grande se hace con sacrificios ajenos —frunció el ceño y continúo—, así no vas a ningún lado, viste, por eso hubo tanta gente que se puso la democracia recién nacida al hombro.
Gabriel miraba atónito, quería poner imágenes a las palabras que oscilaban entre el manual de historia y el anecdotario personal; buscando también hacer un paralelismo con su propia vida.
A pocas mesas, Mario cogoteaba con poco disimulo intentando seguir la charla de Ramón y Gabriel, quienes pasaban de momentos tensos a guiños cómplices.
Junto a él, Homero y Heráclito sucumbían ante la leve brisa del aire acondicionado mientras apreciaban un partido de tenis en el plasma mudo que colgaba sobre el costado de la barra.
—Mozo, ¿quiénes juegan? —consultó el Enviado Divino, aunque no hubo respuesta; los mozos del centro tienen su mística, pero no son una enciclopedia.
Heráclito bufó y pasó a otro tema: sacó de su bolso una edición de La Divina Comedia, de Dante. Con tono dubitativo le introdujo a Mario:
—¿Este era el coso que me pediste?
—Genial —afirmó el joven periodista— Mejor todavía, este tiene las ilustraciones de Gustave Dore, son lo más.
Luego de revisar, encontró la parte que quería: El octavo círculo que recorrieron Virgilio y el poeta italiano. “Acá está parte de la clave del sueño”, sumó el joven. La tarea fina iba concretándose de a poco.
            —Tomá, ponele esto así lo lee de una —Heráclito sugirió mientras tiraba sobre el libro un señalador—, esta frase me pediste que le ponga, ¿no?
Mario asintió con la cabeza y entonces prosiguió la estrategia onírica en esa mesa de café.
—¿Y después? —interrumpió Gabriel acerca de cómo se desencantó él. La ansiedad por ver cómo podía seguir su propio caso le tendió una mala pasada.
Ramón miró con reproche. Se inclinó hacia atrás, tomó aire y apretando la mandíbula dijo: “Los pibes ahora vienen cada vez más apurados y se olvidan en el camino la mitad de las cosas”. Suspiró, y volvió a encarar el tema con más ánimo y gracia:
—Me pasó lo mismo que a vos, después de un tiempo decae si no hay retroalimentación, si no ves un horizonte claro. Pensá todo lo que pasó después. Fueron tiempos jodidos mientras la vida democrática se acomodaba. Pero cuando fue necesario, salimos a la calle. Cuando hubo que repudiar los intentos de desestabilizar, ahí fuimos. Pero eso no cambiaba las cosas. Opté por irme. El tema es, repasando añares después, que yo le di un corte abrupto.
Ramón, sumergido por los recuerdos quiso poner freno a esa catarata de emociones que volvían de a poco sobre la mesa de café. Buscó la ventana. Anochecía, los laburantes de la zona empezaban el éxodo copando las veredas. Con esa excusa, apuró el paso. Desarmó la reunión de improviso; no quería recordar tanto de golpe.
—Dale, yo también me tengo que ir así que pagamos y vamos, esperá que voy al baño —añadió Gabriel en su inocencia, sin comprender el peso de los recuerdos de Ramón.
En eso, se zambulleron en la mesa Heráclito y Mario. El Enviado Divino explicó la situación: “Queda en vos creer o no, acá con mi amigo tenemos la forma de ayudar al pibe ese, tomá, vos dale esto y ni una palabra de que estuvimos, ¿estamos?”.
Con semejantes modales, surtió efecto y logró que el hombre de cuarenta y tantos les preste atención.
Mientras, Gabriel en el baño se topó con Homero, quien hacía de campana. Por esas cosas que da tener a mano la vida y obra de una persona junto a la caradurez del pintor, de la nada, empezó a sacarle charla.
Con este festín de minutos ganados por Homero, Heráclito sacó de su bolso el libro del Dante. Esa era la clave del próximo sueño del afortunado Gabriel, y Ramón la tenía entre sus manos para que su “discípulo” de oficina no cometiera el mismo error de tirar todo por la borda sin mirar atrás.
Con el trío custodiando como telón de fondo, Ramón le “regaló”, sin poner un peso,  el libro La divina Comedia a Gabriel.
—Esto es para vos, tenelo como lectura de cabecera porque es un libro que…bueno… fundamental y también te va servir de guía en este momento difícil —improvisó poco inspirado pero con mucho sentimiento.
En la puerta del café de la calle Piedras ambos tomaron rumbos opuestos. En el subte, mientras esperaba en el andén, Gabriel sacó el libro de su morral y empezó a repasar los grabados. De chico, sus viejos le contaban historias antes de dormir junto a su abuelo, quien le inculcó el amor por las  historias de aventura.
Llegado a su casa, apenas comió. Ya acostado, la figura del Dante avanzaba a paso firme sobre la imaginación del joven. Esos senderos hostiles, esos personajes torturados, en medio Dante y Virgilio se manifestaban, a la vez que la pluma de Dore de tanto en tanto decía presente. Un espectáculo nocturno comparable a un cielo estrellado refulgía en las narices del joven.
El periplo empezaba a darle lugar al cansancio. Los párpados pesaban como las penas de los condenados en la narración de Dante. Poco antes de cerrar el libro, Gabriel advirtió el separador: “Seguro lo puso Ramón”, pensó. Se adelantó, antes vio la frase impresa, la leyó. Se le hizo familiar, pero no se esforzó en recordar por qué. Se metió de lleno en la lectura del capítulo en cuestión.
Pasada la medianoche, había leído entero el canto 13, subrayando con delicadeza, él crecía,  por Ramón. El cansancio llamaba a la puerta. Dejó las aventuras de Dante, Virgilio y los Gigantes castigados por su ambición a un lado, en la mesa de luz. Se acomodó y Gabriel cedió al sueño tras las innumerables vueltas. El cuerpo se aflojaba, se hundía en el colchón. El silencio y la oscuridad ganaban todo alrededor.
Atentos a los movimientos del joven, del otro lado de la ventana el pintor y el periodista esperaban ansiosos para entrar en acción. Los escoltaba Morfeo, dios del sueño, quien sostenía un candelabro divino. Gracias a esta herramienta, Homero y Mario podían hacer su trabajo mientras la vigilia de Gabriel lo sumergía en el relato que ambos estaban por pintar.
De pronto, sin saber por qué, Gabriel se vio caminando en la misma oscuridad con la que había despedido su habitación. Un cielo inmenso, negro, sin estrellas. Un horizonte que parecía una ilusión. Al instante, relacionó esa sensación con la Malebolgia narrada en la Divina Comedia: “Menos que noche y menos que día”.
En medio de las tinieblas trató de avanzar, a pesar de lo brumoso del ambiente. Luego, oyó pasos; una figura espectral estaba acechando cada vez más cerca canturreando con una voz familiar hasta que de pronto chocaron espaldas.
—¿Dónde estabas? —reprochó el hombre misterioso que se dio a conocer como El Dante.
Algo estaba mal en ese peregrinar de sombras, a diferencia de la aguileña nariz con la que se inmortalizó al italiano de los versos divinos, estaba el rostro familiar de Ramón, su compañero de todos los días, un poco difuso, un poco misterioso, coronado con laureles y vestido de túnica roja. Gabriel corría con la misma suerte de vestuario: lienzos oscuros con una pequeña corona, tal como las lucía Virgilio en el poema dantesco. Repuesto del reproche de Ramón-Dante avanzaron escoltados por la bruma infinita.
—Traición, traición Gabriel es lo que asoman los gigantes, no te fíes, no te fíes. Rebeldía, soberbia… es menester que sigas otra ruta —advirtió el condensado Alighieri—. Ellos decidieron por vos —bramaba mientras señalaba al horizonte y le advertía de la presencia de los “gigantes”—, ellos fracasaron en nombre de todos y ahora yacen inertes como torres condenadas a ser ignoradas;  alma tontas, alma confusas.
—¿Qué? ¿Estos no son de la mitología,  los que perdieron contra Zeus? ¿De qué traición me hablás? —ofuscado, preguntó Gabriel.
Siguieron la marcha guiados por el sonido de un pequeño río que se abría en la negra inmensidad. De repente,  un halo de luz rompió el misterio. Un hombre en un pequeño velero les advirtió: “Me dirijo a Lilliput, el país de los gigantes para salvar a su gente”.
Dante-Ramón explicó que estaban en el Octavo Círculo del Infierno e iban en busca de los hombres pequeños para salvar “al pueblo”. Mientras estas dos figuras discutían, Gabriel vio en el navegante algo familiar, quien sólo le dirigió un rotundo “No hay tiempo que perder”.
Apenas terminó la frase, la tierra empezó a temblar. Los gigantes que sobresalían desde el horizonte empezaron a insultarse en lenguas extrañas. El silencio magistral se rompió con el quejido de cientos de almas que empezaron a correr chocando a Gabriel, Dante-Ramón y al navegante.
Entonces, los enormes cuerpos empezaron a pelear. Por la torpeza de sus movimientos, se resbalaron y cayeron cerca de la orilla, levantando una ola gigantesca. El agua torrentosa se acercaba a la barca donde estaba el trío. El impacto de las aguas casi tira del navío a Gabriel.
—Tranquilo chiquilín, que todo va a estar bien —lanzó el navegante, despertando en el joven otra vez la sensación de familiaridad.
El viaje hasta ese recóndito pueblo fue casi interminable. Abandonaron el Octavo Círculo del Infierno a través de un arrollo secreto. Gabriel recordaba uno similar, que quedaba a escasos kilómetros de donde vivía su abuelo.
Las aguas ya estaban más calmas cuando el navegante dijo: “Llegamos al pueblo de Lilliput para salvar a su gente”. Entonces, con la barca amarrada a una gran piedra, los tres descendieron. El sol picaba y Gabriel empezaba a sentir el calor de manera abrazadora. Las tinieblas ya eran solo un mal recuerdo de aquellas almas huyendo de los gigantes.
Camino al pueblo tan esperado se les cruzaron todo tipo de personajes. Varias carretas con frutas, quesos y demás comestibles. Hombres con herramientas al hombro o cañas para pescar en el arroyo.
No pudo precisar Gabriel en qué momento, el navegante cambió su vestimenta por una camisa arremangada, bombacha de campo y unas alpargatas embarradas. Ahora estaban rodeados de casas bajas, pintadas de cal o con ladrillos al aire. Las calles de tierra empezaban a levantar un polvo abrasador. Las túnicas del Dante estaban perdiendo brillo.
Por la esquina pasó un grupo de niños corriendo a toda velocidad. Uno de ellos resbaló y aterrizó a toda marcha al borde del cordón. Empezó a llorar hasta que uno de los pequeños se le acercó y lo ayudó a levantarse. Ese chico, al igual que Gulliver campechano, tenían algo en común que no podía dilucidar por la bruma que aún celosa lo rodeaba.
            Dante-Ramón lo distrajo de aquel paisaje: “Como cruzas las tinieblas demasiado a lo lejos, te sucede que en el imaginar estás errado… porque Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas…”.
—¡¿Boludo qué hacés?! —enfurecido vociferó Homero contra Mario, quien casi cayó al vacío al perder el equilibrio.
Por la maniobra que tuvo que hacer Morfeo para que no cayeran, golpeó la ventana de forma tal que Gabriel se levantó pegando un salto de alarma. Corrió la cortina pero sólo pudo ver el horizonte de hormigón que cubría la ciudad. Un baño de luna llegaba a perfilar las terrazas, esquinas y demás rincones de su barrio.
Creía recordar todo, o casi todo del sueño. Lo más fuerte que quedaba en su memoria era la visión lejana de un pueblo que sabía conocido. Estaba confuso pero aliviado, como si alguien desde algún lado le hubiera dado el consejo que estaba esperando escuchar.
A la mañana siguiente, antes de ir a trabajar volvió a hojear el Dante y los grabados de Daré hasta dar con el señalador. Ahí estaba la respuesta: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Esta frase célebre junto al pasaje de tierra y campesinos trabajando impresa en el señalador le hizo recordar de a poco la hazaña onírica. Desayudando pudo recordar otro poco. La palabra “chiquilín”, “Lilliput”, “alpargatas embarradas”, eran retazos de un lienzo lleno de sabiduría que se escurría en sus dedos como arena.
Se le prendió la lamparita en medio de tanta oscuridad. Fue hasta su habitación nuevamente. Apoyó sus manos en la biblioteca, esquivó revistas viejas y muchos, pero muchos, apuntes de facultad hasta dar con “Los viajes de Gulliver”. El olor a libro viejo lo sorprendió mientras buscaba la dedicatoria que le había hecho su abuelo, uno de los tesoros que resguardaba con más esfuerzo: 

“Chiquilín, cuando pierdas las fuerzas de luchar, buscá en lo que te dé bienestar y felicidad, pero por nada del mundo escuches a los soberbios, porque su gigantesco egoísmo los va a hacer caer, los hombres de trabajo, como quiero que vos seas, van a abrazarse los unos a los otros y van a poder cambiar el mundo. Tuyo siempre el abuelo Manuel”.

Ahí comprendió todo. Esas frases sueltas, ahora pequeños naufragios que volvían del olvido, habían surtido efecto. Gabriel sintió unas renovadas ganas de apostar por lo que desde chico había heredado de su abuelo, las ganas de ayudar a los demás.
Al llegar al trabajo lo primero que hizo fue ir hasta el escritorio de Ramón:
—Gracias, la charla de ayer y el regalo, ahora está todo más claro.
—Bueno, ojala que te hayas aclarado y que, bueno, lo que te conté te sirva para que no cometas los mismos errores —lo palmeó en el hombro en forma de bendición—. Así que ahora, aparte de informarme lo que hacés con números y cobros, tenés que decirme cómo avanza esta nueva etapa; no hay tiempo que perder, pibe.
Terminado su turno de trabajo, esquivó el after office con sus compañeros. “La dejamos para mañana”, se excusó. Mientras Ramón y los otros se iban, Gabriel agarró el teléfono y por largo rato no lo soltó. “Dale, en un rato te veo entonces, bárbaro”, se despidió el joven.
Parque Lezama estaba soleado esa tarde. Gabriel aguardaba sobre las escalinatas del gigantesco anfiteatro. Minutos después de la hora acordada, levantó la vista y apreció a Jorge y Alejandra. Ella tomó la iniciativa y bromeó:
—Bueno, después de la elección pensamos todos que te ibas a la mierda; por lo menos no te perdimos del todo.
—Lo medité con la almohada, ahora hay más ganas todavía, es sólo un cambio de planes –retrucó el joven.
Ambos miraron a Gabriel con simpatía, en eso Jorge sacó de su bolsillo una tarjeta y añadió:
            —Bárbaro que nos vas a dar una mano para hacer proyectos de ley, es fundamental y vos que la tenés clara con los números nos viene al pelo; cuadros técnicos que le dicen. Todo eso mientras te sumás al voluntariado de educación en el bachillerato popular de La Boca es toda una odisea; pero si de ganas se trata…
—Dar una mano desde lo que sé me da la satisfacción de contribuir a lo que creo, ya saben “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo” —lanzó Gabriel sonriente.
            —Bienvenido de vuelta entonces —sostuvo Alejandra con la mirada cómplice de Jorge. 
La tarde caía y todavía estaban los tres ahí, hablando, riendo, emprendiendo, como si el hecho de compartir un proyecto los hermanara en un largo camino, que para Gabriel volvía a empezar.